A Mario

Como todos los peruanos, conocí a Mario Vargas Llosa desde el colegio. Imposible sortear la lectura de La ciudad y los perros, obligatoria por la currícula escolar. Como todo en la vida —y quién mejor que Vargas Llosa para defender ello—, lo obligado suele terminar mal. Nunca conecté con el best seller del autor peruano, de hecho, con casi todas sus novelas no basadas en hechos históricos.

Ya de adolescente, descubrí una serie de historias compiladas en un libro llamado El lenguaje de la pasión, compendio de artículos del escritor realizados para el diario El País, y que por entonces era parte de una serie de libros que se entregaban con el diario de mayor circulación de Lima. Devoré el libro en un par de días, sin obligaciones escolares ni premuras por acabarlo. Éramos Vargas Llosa y yo descubriendo el mundo a través de artículos sobre política internacional. Entre ellos, la fascinante historia de Fataumata Touré, una mujer inmigrante que vivió en carne propia el destierro social en la Europa más progresista. Nadie retrataba mejor la coyuntura global que el Nobel peruano.

Años después, aconsejado por un círculo lector y en plena efervescencia adolescente, sucumbí ante el encanto de su mayor obra: La guerra del fin del mundo, epopeya brasileña de casi 900 páginas que leía como episodios de una serie cada tarde durante cinco días. Era entrar a otro mundo, constatar los sucesos históricos con la enciclopedia, hacer resúmenes para no olvidar la historia de Antônio Conselheiro y los Canudos, e imaginar, cual serie de HBO, cómo sería estar en medio de esas batallas entre una secta mesiánica y el Estado avasallador.

Desde entonces, me apasionó cada vez más leer a Vargas Llosa. No cabía duda: era mi escritor favorito del boom, por encima de Gabriel García Márquez, aunque la mayoría de latinoamericanos escoja al revés. No era chauvinismo. De los cuatro amigos setenteros, para mí, Mario era el más riguroso y el más intelectual.

Si uno lee todas sus novelas históricas, desde La fiesta del Chivo hasta El sueño del celta, puede notar que es un hombre que cuidaba cada detalle para no fallar al contexto histórico de la narración. Un genio que bien podía contextualizar la Guatemala de Árbenz, en Tiempos recios, como el Perú de los 50 a través de la olvidable vida de Alejandro Mayta.

La guerra del fin del mundo fue determinante en la historia literaria del único Nobel peruano. La cartografía del poder dibujada por él allá en el Brasil del siglo XIX continuaba repitiéndose en el Tercer Mundo latinoamericano. No en vano, en su país natal una secta religiosa logró incluso acceder al poder en el parlamento a través de un partido mesiánico denominado Frente Popular Agrícola FIA del Perú. No hubo guerra, pero sí posibilidades de convertir al Perú en una suerte de teocracia. Labor nada difícil en el país más conservador de la región.

De la apasionante labor histórica pasé a admirarlo aún más por su postura ideológica. El liberalismo a la latinoamericana era Vargas Llosa para muchos de los que crecimos con sus postulados. Los incomprendidos universitarios que llamaban dictadura a la dictadura cubana en medio de claustros tomados por la figura del Che Guevara. Qué mejor sustento para debatir, cuando se es universitario y liberal, que la propia figura del Nobel peruano. Izquierdista en su juventud, que se alejó del marxismo tras ver a los tanques moscovitas ingresar a Praga o presenciar el mea culpa stalinista de su amigo Heberto Padilla —por cierto, muy bien documentado en la película El caso Padilla, de Pavel Giroud—.

La historia y la defensa de las libertades de Vargas Llosa era, para muchos latinoamericanos jóvenes y liberales como yo, el salvavidas perfecto para resistir los cinco años de universidad en Latinoamérica, región tan proclive a llenar de marxismo las facultades de ciencias sociales.

Qué gran suceso fue entonces leer su biografía intelectual La llamada de la tribu, donde exponía a aquellos precursores de su pensamiento liberal. Smith, Popper, Berlin, Aron… nunca fueron mejor retratados que en las breves páginas que el Nobel les dedicó.

Pero Mario no solo se quedó en el mundo de las ideas. Cuando más lo necesitaba Latinoamérica, creó y apadrinó organizaciones liberales que contrarrestaban el relato dialéctico que trataba de erosionar la apuesta por el individuo y las libertades económicas y sociales en la región.

Gran intelectual, mal político —es verdad—, pero excelente narrador. Creador de historias a través de la historia. Mario Vargas Llosa, quien, junto con Javier Pérez de Cuéllar —otro peruano universal—, puso al Perú en los ojos del mundo, se fue a los 89 años dejando un legado inconmensurable en miles de hombres y mujeres que lo leyeron como debe leerse a los grandes: por curiosidad, sin coerción y con expectativa. Con la certeza de abrir un libro sabiendo que ganarán días enteros de clases maestras de historia y liberalismo.

Gracias, Mario, por tantas tardes recorriendo el mundo a través del papel.

Eje Global
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Politólogo por la Universidad Nacional Federico Villarreal, con diversos estudios y certificaciones de la Escuela Nacional de Administración Pública de Perú. Cuenta con más de diez años de experiencia laborando en entidades públicas como la Municipalidad de Miraflores, el Jurado Nacional de Elecciones, el Ministerio de Educación y la Embajada de Israel en Perú. Actualmente labora como Analista de actividades académicas en la Autoridad Nacional del Servicio Civil – SERVIR. Además es Internacionalista certificado por la Fundación Konrad Adenauer.