Cuando la cultura del esfuerzo choca con la salud mental

Eje Global

Lidiar con una enfermedad mental nunca es sencillo, pero en Latinoamérica el reto se multiplica. Vivimos en una región donde la desigualdad, la precariedad y la presión constante por “salir adelante” moldean una forma de vida basada en la resistencia más que en el bienestar. Se nos enseña a aguantar, a ser fuertes, a no quejarnos y a creer que con suficiente esfuerzo todo se puede superar. Pero ¿qué pasa cuando la mente deja de responder a esa lógica? ¿Qué ocurre cuando el cansancio no se quita con dormir o la motivación no llega, por más que la busquemos?

Cada 10 de octubre se conmemora el Día Mundial de la Salud Mental, fecha en la que se reconoce como el día de la lucha contra las enfermedades mentales. Su propósito es crear conciencia sobre los problemas de salud mental y movilizar esfuerzos para mejorarla a nivel mundial. Sin embargo, más allá de las campañas o los mensajes institucionales, lo verdaderamente urgente en nuestra región es repensar la forma en que la cultura del esfuerzo ha moldeado nuestra relación con el dolor, el cansancio y la vulnerabilidad.

La salud mental es una urgencia de salud pública. En México, en 2021 se estimó que 18.1 millones de personas padecían algún trastorno mental, lo que equivale a un promedio de unos 49,590 diagnósticos diarios. Los trastornos más comunes son la depresión y la ansiedad, y más del 50 % de los trastornos en adultos comenzaron en la niñez o adolescencia. Aun así, más del 60 % de las personas con trastornos mentales no reciben tratamiento. En el sector público, los médicos y especialistas no se dan abasto, y en muchos casos una sola consulta psiquiátrica puede tardar meses en conseguirse. Además, los medicamentos suelen ser costosos, difíciles de conseguir o no estar disponibles en el cuadro básico. En consecuencia, quienes más necesitan atención terminan sin tratamiento o dependen del esfuerzo personal y familiar para costear algo que debería estar garantizado por el Estado.

La situación de México refleja un fenómeno regional. Según la OMS, en América Latina los trastornos de ansiedad y depresión son los más comunes, pero el acceso a tratamiento sigue siendo insuficiente. Mientras que en países de ingresos altos alrededor del 70 % de las personas con psicosis reciben atención, en muchos países de Latinoamérica solo entre el 12 % y el 20 % logra acceder a cuidados adecuados. La pandemia de COVID-19 exacerbó esta crisis, aumentando la prevalencia de ansiedad y depresión en más del 25 % y evidenciando la necesidad urgente de políticas públicas, programas de prevención y apoyo efectivo en toda la región.

Una sociedad que no cuida la salud mental se ve afectada de múltiples maneras: aumenta el ausentismo laboral, la productividad disminuye, se incrementan los problemas de violencia y conflictos sociales, y la educación se ve comprometida cuando estudiantes y docentes no reciben apoyo emocional. Además, el estigma y la discriminación perpetúan ciclos de exclusión y desigualdad, afectando la cohesión social y la calidad de vida de toda la población. No se trata solo de individuos que sufren, sino de un impacto colectivo que limita el crecimiento y la prosperidad de la sociedad.

La cultura del esfuerzo nos enseñó que descansar es rendirse y que pedir ayuda es debilidad. Nos exige estar siempre disponibles, concentrados y en movimiento, incluso cuando el cuerpo y la mente gritan lo contrario. Para quienes viven con depresión, ansiedad o trastorno bipolar, el esfuerzo diario puede significar simplemente levantarse, ducharse, responder un mensaje o resistir un pensamiento que duele. Esta lucha invisible rara vez se celebra, y quien no puede mantener el ritmo se siente culpable, flojo, insuficiente. La culpa es la sombra más pesada de la cultura del esfuerzo.

En Latinoamérica, además, la lucha se cruza con la realidad económica: trabajos inestables, falta de seguridad social, jornadas extenuantes y la normalización del sufrimiento. En este contexto, cuidar de la mente muchas veces se percibe como un lujo, cuando en realidad es una necesidad básica. La salud mental debería ser tratada como prioridad nacional, con políticas públicas que garanticen acceso, prevención y acompañamiento digno. No todos pueden acceder a terapia, a medicación o incluso a espacios donde hablar de lo que sienten sin ser juzgados, y eso no debería ser un privilegio.

Es momento de replantear lo que entendemos por esfuerzo. No se trata de dejar de trabajar o perder disciplina, sino de reconocer que el bienestar mental también requiere energía, constancia y compromiso. Hay días en los que esforzarse no significa producir, sino detenerse. Que el descanso también puede ser una forma de resistencia.

Redefinir el esfuerzo implica aceptar que somos humanos antes que productivos. Que cuidar de la mente es tan valioso como cumplir una meta. Que pedir ayuda, seguir una terapia o tomar la medicación no es rendirse, sino tener el coraje de seguir luchando, solo que desde otro lugar.

Tal vez no necesitamos una cultura del esfuerzo, sino una cultura del cuidado, donde esforzarse no signifique romperse y donde cuidar de uno mismo también sea motivo de orgullo.

Natacha Díaz De Gouveia.
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Soy politóloga con mención en Relaciones Internacionales, egresada de la Universidad Central de Venezuela, y cuento con una trayectoria académica y profesional enfocada en el análisis político, social y empresarial. Mi formación se complementa con un Máster en Administración y Dirección de Empresas, así como una especialización en Coaching y Programación Neurolingüística, ambos cursados en la Escuela de Negocios Europea de Barcelona, España.
A lo largo de mi carrera, he tenido la oportunidad de desempeñarme como asesora política en campañas electorales, diseñando estrategias fundamentadas en un profundo análisis del entorno y las dinámicas sociopolíticas. Asimismo, he ocupado roles de liderazgo como coordinadora en empresas privadas, donde he desarrollado habilidades en planificación, gestión de proyectos y trabajo en equipo.
Mi compromiso con el trabajo social me ha llevado a liderar iniciativas en colaboración con organizaciones no gubernamentales, orientadas a promover el desarrollo de comunidades vulneradas indígenas, generando un impacto positivo en el tejido social.

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