La osadía de escuchar

Ser escuchados nos hace sentir vivos, es algo innato. Queremos ser escuchados, ya sea por una o por millones de personas congregadas en una audiencia.

Desde que nacemos, lo hacemos a través del llanto; es nuestra forma de expresar nuestras necesidades básicas como el hambre, la higiene o el sueño. Luego crecemos y empezamos a hablar, comprendiendo que las palabras nos ayudan a validar nuestras emociones. Las usamos, en el mejor de los casos, para liberarnos de ellas o para que, al menos, quienes nos rodean nos ayuden a comprenderlas.

Hace unos días, al terminar un entrenamiento, nos reunimos todos alrededor de una mesa para compartir alimentos. En el grupo surgieron toda clase de conversaciones: alguien contó cómo vivió el duelo por la muerte de su mascota; otra persona confesó ser muy buena con los números porque había sido maestra durante varias décadas, “pero ya con esos años tuve, fue suficiente”; y una chica reveló cómo tuvo que dejar uno de los cuatro trabajos que tenía para poder equilibrar su vida, que cada día era más caótica.

Lo interesante es que todas esas “confesiones” se dieron de manera casual. No fue necesario estar en un grupo de ayuda o en una sesión de terapia para que tres personas hablaran de sus inquietudes más profundas. Todas las historias son dignas de ser escuchadas, porque cada una refleja lo que la mente y el corazón de quien las cuenta necesitan expresar.

Pero, ¿qué es eso que tanto queremos contar y necesitamos que los otros escuchen? Nuestro sentir, nuestro entender, nuestras dudas.

Si lo hacemos con cautela, escuchar es un ejercicio de descubrimiento, de entender cómo es que el otro siente y qué es lo que realmente le enorgullece, le apena o le está quitando el sueño. Aunque haya pasado hace mucho tiempo o nos parezca algo insignificante porque “nos pasa a cualquiera”.

Las historias que compartimos no tienen que ser hazañas para que sean valiosas o dignas de ser escuchadas, solo tienen que ser verdaderas confesiones de lo que nos está ocurriendo. Ahí están los pódcast, esos fragmentos de audio donde desconocidos nos comparten sus experiencias de vida, simples o extraordinarias, con las que nos aleccionan o nos hacen reflexionar. También se habla de noticias, deporte, música, arte, medicina, ingeniería, historia y un largo etcétera. La proliferación es tal que, de acuerdo con Podcast Index, hoy existen alrededor de 4.4 millones de pódcast a nivel global. Un síntoma claro de que necesitamos, casi como comer, ser escuchados.

¿Qué tan capaces somos de escuchar al otro sin juzgarlo? ¿Es esto posible? Hace poco surgió una tendencia en redes sociales llamada “escuchamos, pero no juzgamos”, en la que dos personas se decían verdades por turnos. La gracia radicaba en que no debía haber reacción de ninguna de las partes mientras se confesaban sentimientos auténticos por el otro, incluidos el asco, el desprecio y la vergüenza, así como traiciones, repulsiones y otras cosas inconfesables. Era casi imposible no reaccionar.

Es como si, de pronto, nos hubieran dado la oportunidad de decirle al otro sin filtros todo lo que nos hace sentir, sobre todo lo negativo, o de tener la libertad de confesar sin remordimiento todas las traiciones que fuimos capaces de cometer, como si eso expiara nuestra culpa. Y no, esa no puede ser la forma más sana de hablar para poner las cosas claras en una relación, o al menos no la más recomendable.

Quizá sí sea posible escuchar –casi– sin juzgar, pero es imposible escuchar de verdad sin sentir lo que le pasa al otro. Escuchar así es un acto de valentía.

Escuchar es una osadía porque no solo nos ponemos en los zapatos del otro, sino que nos convertimos en él por un momento. Podemos hacernos parte de sus preocupaciones, de todo aquello que le inquieta, de lo que le hace feliz y le provoca explosiones de dicha o bajones profundos de tristeza. Escuchar de verdad, poner no solo el oído, sino todos los sentidos al servicio de la presencia de otro ser humano, nos permite entender sus porqués, sus cómos y, haciendo esto, quizá entonces sí podamos erradicar el juicio.

Si algo anhelamos las personas es sentirnos vivas, y queremos que cada acto que realizamos, por sencillo que sea, tenga una resonancia en los demás, sobre todo en quienes están cerca o son importantes para nosotros. Por eso, ser escuchado es el acto de mayor generosidad que podemos experimentar. Ser escuchados es el regalo más grande que podemos recibir de quien nos presta atención porque, en ese proceso, tenemos el permiso de pensar en voz alta y compartir todo aquello que nuestra psique atesora.

En cambio, cuando somos escuchados por quienes solo están buscando replicar lo que dijimos, la experiencia es vacía, como gritarle al viento nuestras emociones más profundas y no escuchar el eco de regreso. Es sentir que la intención se ha ido, dejando las sensaciones incomprensibles, intrascendentes y tal vez aún más dolorosas que si las hubiésemos callado.

La conversación, además de construir lazos de confianza, ayuda a quienes participan en ella a poner orden en sus ideas, estabilizar sus sentimientos y validar la propia existencia. Porque cuando hablamos y somos escuchados, nuestro cuerpo entero nos dice que estamos vivos, que nuestros pensamientos tienen un fin y que hay alguien ahí para acompañarnos en la experiencia de ser, desde el respeto, la confianza y una conexión auténtica.

Pero, ¿qué tan buenos somos escuchando? Depende de los hábitos que tengamos en la interacción y del interés que mostremos en lo que nos van a decir. Si la historia que nos comparte el interlocutor no nos despierta ni un poco de curiosidad, es probable que dejemos de escuchar en los primeros instantes y nuestra mente se vaya a otro lado. Pero si el relato nos hace sentido y, sobre todo, tiene semejanza con lo que hemos vivido, es muy probable que quedemos atrapados en la escucha.

Sobre el interés, cada uno tiene la libertad de decidir. Pero sobre los hábitos, aquí van algunos consejos para ser mejores oyentes:

Quédate callado. No interrumpas a la otra persona que te está compartiendo algo. Déjala expresarse y, cuando sea el momento, haz tu intervención.

Solo escucha, no pienses en lo que vas a responder. Estamos acostumbrados a preparar una respuesta con un “déjate cuento lo que me pasó a mí” o un “eso no es nada”. No es una competencia; la otra persona solo quiere que sepas y comprendas lo que le está pasando.

Sé curioso. Al terminar de hablar, haz preguntas sobre lo que te contó. No cambies el tema abruptamente ni la dejes con la palabra en la boca. Muestra interés en lo que compartió.

Mira a los ojos y elimina distracciones. Hazte presente mientras el otro está hablando con contacto visual y con tu cuerpo dispuesto a la conversación. También, aléjate del teléfono o cualquier distractor que aparte tu mirada y tu atención del interlocutor.

Sé discreto. Cuando alguien se abre contigo, está siendo generoso porque te está dando algo que no ha compartido con nadie más: parte de su intimidad. Por ello, es mejor ser discreto y, solo si la otra persona te pide que lo divulgues, hazlo. En caso contrario, guárdalo.

Hablar es un ejercicio de libertad, pero escuchar es un acto de generosidad que solo podemos dar desde la autenticidad de estar presentes. Seamos valientes y generosos.

Eje Global
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Comunicadora con experiencia en periodismo, producción editorial, estrategia digital, relaciones públicas y comunicación social y política.  
 
Ha colaborado para el Periódico AM, la Universidad de Guanajuato, el Gobierno del Estado de Guanajuato y el Partido Acción Nacional. Se ha desempeñado de manera independiente como fotógrafa, coach ontológico y asesora creativa.