La trampa invisible: pobreza, dependencia y violencia contra las mujeres

Eje Global

La violencia contra las mujeres no empieza con un golpe ni con una amenaza; comienza mucho antes, en las estructuras que condicionan quién tiene acceso a los recursos, a la educación, al empleo y, en última instancia, a la libertad. La pobreza, en nuestro país, tiene rostro de mujer. Según datos del CONEVAL, el 43 % de las mujeres mexicanas vive en situación de pobreza, y más del 70 % de los trabajos de cuidados no remunerados recaen sobre ellas. Es decir, las mujeres sostienen la vida, pero el sistema económico las mantiene al margen de los beneficios que genera.

Esa desigualdad económica se traduce en una forma silenciosa, persistente y profundamente efectiva de violencia: la dependencia económica. Miles de mujeres permanecen en relaciones violentas porque no tienen ingresos propios ni una red de apoyo que les permita salir de esos entornos. De acuerdo con el INEGI, cuatro de cada diez mujeres que viven violencia familiar no denuncian por miedo a perder el sustento económico o a no tener un lugar donde refugiarse. No se trata de “falta de decisión”, como muchos señalan, sino de un sistema que las ata material y simbólicamente al agresor.

Esa trampa se alimenta de múltiples factores: la brecha salarial, la precarización del empleo femenino, la feminización de la pobreza y la carga desigual de los cuidados. En México, las mujeres ganan en promedio 13 % menos que los hombres por el mismo trabajo, y son ellas quienes asumen las jornadas más extensas —las laborales y las del hogar— sin que eso se traduzca en reconocimiento o independencia. Todo ello se refuerza con discursos culturales que romantizan la subordinación: el “hombre proveedor”, la “mujer abnegada”, la “madre sacrificada”.

Pero el daño no es solo individual, sino estructural. Un país donde millones de mujeres no pueden decidir sobre su tiempo, su dinero o su cuerpo es un país que renuncia al desarrollo. La violencia económica no solo mantiene el control en los hogares, sino que perpetúa la desigualdad en la vida pública, en la política y en la justicia. Porque quien depende económicamente difícilmente puede exigir derechos o romper silencios.

La dependencia económica se ha convertido en el arma más sofisticada del patriarcado contemporáneo. No necesita violencia física ni gritos: basta con restringir el acceso al dinero, negar oportunidades o despojar de tiempo a las mujeres para ejercer su libertad. Es una violencia que se normaliza en los hogares, se tolera en los tribunales y se reproduce en las políticas públicas que siguen sin colocar la autonomía económica de las mujeres como prioridad nacional.

Frente a ello, el feminismo ha sido la voz que más claramente ha señalado esta injusticia. Porque no basta con tipificar los feminicidios o endurecer penas si las mujeres siguen sin poder sostener su vida fuera del control económico. La autonomía económica no es un lujo: es una condición para la libertad, para decidir, para vivir sin miedo.

En este contexto, urge hablar de la violencia económica con la misma seriedad con la que hablamos de la violencia física o sexual. Urge diseñar políticas que garanticen ingresos dignos, seguridad social, redistribución del trabajo de cuidados y acceso a guarderías y redes comunitarias. Urge reconocer que la desigualdad material es la base de todas las demás violencias.

Porque mientras haya mujeres que no puedan irse de casa porque no tienen a dónde; mientras haya madres que renuncien a su autonomía para alimentar a sus hijas e hijos; mientras el trabajo doméstico siga siendo invisible, el país seguirá en deuda.

El feminismo, la organización colectiva y el cuestionamiento constante de los privilegios son hoy la única fuerza que desafía esa trampa. No solo resistimos: tejemos alternativas, economías solidarias, redes de apoyo y políticas del cuidado que sostienen la vida donde el Estado no llega.

Seremos la resistencia —una resistencia que exige redistribución, justicia y dignidad—, porque sin autonomía económica no hay igualdad; y sin igualdad, no hay paz posible.

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Abogada y maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Guadalajara. Especializada en temas de género, prevención de las violencias, derechos humanos y políticas públicas, así como en la agenda de las juventudes.

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