
La autodeterminación de los pueblos ha sido reconocida históricamente como un principio que garantiza la libertad de las comunidades humanas para decidir su destino sin injerencias externas. Es la base del derecho a la soberanía y la piedra angular del sistema internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en la práctica actual, este principio se enfrenta a una paradoja: los pueblos pueden ejercer su soberanía dentro de la estructura estatal tradicional —la llamada lógica estatocéntrica—, pero esa soberanía se diluye o incluso desaparece frente a la influencia de actores ilegales transnacionales, como el narcotráfico, que operan fuera de las reglas del derecho internacional.
La autodeterminación de los pueblos significa el derecho de cada comunidad a determinar su propio destino, eligiendo libremente su forma de gobierno y su desarrollo económico, social y cultural sin injerencias externas. Este principio está consagrado en instrumentos fundamentales como la Carta de las Naciones Unidas de 1945, que en su artículo 1, inciso 2, establece que uno de los propósitos de la ONU es “fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y a la libre determinación de los pueblos”. También los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 reafirman que “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”.
En teoría, entonces, la soberanía nacional y la autodeterminación están íntimamente ligadas: un Estado soberano representa la voluntad libre de su pueblo y ejerce su poder sin subordinación a otro. No obstante, este modelo se sostiene en una visión clásica del sistema internacional, donde el Estado es el actor central y el único sujeto legítimo del derecho. En ese marco, la soberanía se entiende como la autoridad suprema dentro de un territorio, libre de intervenciones externas.
Pero el mundo contemporáneo ha erosionado esa estructura. Hoy, los Estados ya no son los únicos actores con capacidad de incidir en la política, la economía o la seguridad de los pueblos. Grupos armados, organizaciones criminales, corporaciones transnacionales e incluso redes digitales tienen un poder real que traspasa las fronteras. En este nuevo escenario, la soberanía formal puede existir, pero su ejercicio material está fragmentado.
El caso del narcotráfico ilustra con claridad esta tensión. En muchos países, particularmente en América Latina, el narcotráfico actúa como un actor de poder paralelo. Controla territorios, impone economías informales, sustituye funciones del Estado y redefine la vida social de comunidades enteras. Aunque formalmente los Estados mantienen su soberanía y su derecho a la autodeterminación, en la práctica esta se ve profundamente limitada. La población ya no decide su destino libremente, porque sus condiciones políticas, económicas y de seguridad están condicionadas por la presencia y el poder coercitivo de estructuras criminales que no responden ni al Estado ni al derecho internacional.
Esto revela un tipo de colonización contemporánea: no ejercida por potencias extranjeras, sino por redes ilegales que capturan la soberanía desde dentro. Los pueblos, aunque en teoría libres, se ven sometidos a dinámicas de violencia, corrupción y dependencia económica. Se trata de una forma de dominación que el derecho internacional aún no sabe cómo encuadrar. El principio de autodeterminación protege a los pueblos frente a la intervención externa de otros Estados, pero no ofrece herramientas suficientes cuando la amenaza proviene de actores no estatales que operan en la sombra y se infiltran en las instituciones.
El resultado es una soberanía dividida. Desde el punto de vista estatocéntrico, los gobiernos conservan el reconocimiento internacional, la representación diplomática y la potestad jurídica sobre su territorio. Sin embargo, en el plano real, la capacidad de decisión y control sobre partes del país se encuentra cooptada por intereses ilegales. Esta contradicción debilita la legitimidad del Estado y vacía de contenido la autodeterminación del pueblo, que deja de ser una elección libre para convertirse en una supervivencia condicionada.
En este contexto, la autodeterminación enfrenta un costo altísimo. Si bien sigue siendo un principio jurídico esencial, su aplicación se encuentra limitada por factores que trascienden al Estado y al derecho formal. Los pueblos pueden tener constituciones democráticas, sistemas electorales y representación internacional, pero todo eso pierde significado cuando el narcotráfico o las economías criminales dominan la vida cotidiana, imponen reglas paralelas y corrompen los mecanismos de participación. En esos casos, el derecho a decidir se transforma en una ilusión jurídica sin sustancia social.
La autodeterminación de los pueblos fue concebida como una herramienta de emancipación, pero en el siglo XXI enfrenta su mayor desafío: cómo garantizar la soberanía real frente a actores ilegales que desbordan las fronteras del Estado y los marcos normativos internacionales. No se trata solo de recuperar el control territorial, sino de reconstruir la legitimidad política y la capacidad moral de los Estados para representar auténticamente la voluntad de sus pueblos.
Mientras la autodeterminación siga concebida únicamente dentro de un paradigma estatocéntrico, seguirá siendo vulnerable ante quienes operan por fuera del derecho y del Estado. Por eso, más que un principio estático, la autodeterminación debe entenderse hoy como un proceso dinámico y vigilante. No basta con la independencia formal o la no intervención extranjera; hace falta construir soberanías efectivas que protejan la libertad y la dignidad de los pueblos frente a todos los tipos de dominación, incluidas las que provienen del poder ilegal.
La autodeterminación de los pueblos sigue siendo un principio esencial del derecho internacional y de la soberanía estatal, pero su aplicación efectiva enfrenta desafíos inéditos. No basta con la independencia formal ni con la protección frente a intervenciones externas; la libertad de los pueblos se ve constantemente amenazada por actores ilegales que operan al margen del Estado y del derecho. La soberanía, entendida únicamente dentro de un marco estatocéntrico, resulta insuficiente para garantizar el derecho a decidir de manera real y autónoma. Por ello, construir mecanismos que permitan ejercer la autodeterminación frente a todas las formas de dominación —estatales o no estatales— se convierte en un requisito indispensable para que los pueblos puedan ser verdaderamente libres. Solo así, y no mediante promesas formales o reconocimientos simbólicos, se alcanzará un ejercicio pleno de la autodeterminación, donde la libertad no sea únicamente teórica, sino concreta y tangible en la vida cotidiana de las comunidades.
Soy politóloga con mención en Relaciones Internacionales, egresada de la Universidad Central de Venezuela, y cuento con una trayectoria académica y profesional enfocada en el análisis político, social y empresarial. Mi formación se complementa con un Máster en Administración y Dirección de Empresas, así como una especialización en Coaching y Programación Neurolingüística, ambos cursados en la Escuela de Negocios Europea de Barcelona, España.
A lo largo de mi carrera, he tenido la oportunidad de desempeñarme como asesora política en campañas electorales, diseñando estrategias fundamentadas en un profundo análisis del entorno y las dinámicas sociopolíticas. Asimismo, he ocupado roles de liderazgo como coordinadora en empresas privadas, donde he desarrollado habilidades en planificación, gestión de proyectos y trabajo en equipo.
Mi compromiso con el trabajo social me ha llevado a liderar iniciativas en colaboración con organizaciones no gubernamentales, orientadas a promover el desarrollo de comunidades vulneradas indígenas, generando un impacto positivo en el tejido social.



