Cuando sentir se vuelve subversivo: anestesia emocional en la era del algoritmo

Eje Global

En pleno 2025, la paradoja de la hiperconectividad digital se ha vuelto imposible de ignorar. Nunca habíamos estado tan informados, tan conectados, tan expuestos a los acontecimientos globales y, sin embargo, nunca habíamos estado tan emocionalmente desconectados. La ilusión de cercanía que ofrecen las redes sociales y los canales de información continua convive con una creciente insensibilidad colectiva. Nos encontramos frente a una forma moderna de anestesia emocional: una desconexión afectiva que atraviesa lo individual, lo social y lo político.

La exposición constante a tragedias —como la guerra en Ucrania, el conflicto Israel-Palestina, las crisis humanitarias en Sudán o Yemen, y los efectos extremos del cambio climático— ha generado una fatiga compasiva generalizada. La indignación inicial se diluye con rapidez. Los desplazados, los muertos, las catástrofes naturales se convierten en datos que circulan sin provocar una respuesta sostenida. La sobrecarga informativa desactiva nuestra capacidad de reacción y, en consecuencia, debilita la presión ciudadana sobre los actores políticos.

Los discursos oficiales suelen recurrir a clichés emocionales sin sustancia: “Estamos contigo”, “No estás solo”, “Lamentamos profundamente”. En redes, la ciudadanía responde con reacciones automáticas, sin reflexión. El espacio público se llena de interacciones simbólicas que sustituyen el verdadero involucramiento. La escucha activa y el debate empático son desplazados por polarización, indiferencia o desgaste.

El volumen de estímulos diarios —desde breaking news hasta contenidos virales— sobrecarga nuestro sistema nervioso. En lugar de movilizar nuestras emociones hacia la acción política o social, nos empuja hacia la evasión. El desplazamiento infinito en redes sociales es más accesible que el compromiso real. Esta apatía emocional tiene consecuencias directas: baja participación en movimientos ciudadanos, desinterés por los procesos electorales, o incluso negación de los problemas estructurales.

Las raíces de esta desconexión son complejas y profundamente entrelazadas con el ritmo de vida de nuestra época. Vivimos bombardeados por noticias que compiten por nuestra atención sin jerarquías. La democracia misma sufre cuando los ciudadanos pierden la capacidad de discernir qué merece atención, qué requiere acción. Filtramos emocionalmente para sobrevivir, y en ese filtro se pierden muchas causas urgentes.

A esto se suman las tensiones geopolíticas impulsadas por la diplomacia unilateral. La reorientación de las relaciones internacionales, marcada por políticas que priorizan los intereses nacionales por encima del multilateralismo, ha introducido una considerable incertidumbre y volatilidad. La imposición de aranceles, la renegociación de acuerdos comerciales y la retirada de ciertos foros internacionales generan un ambiente de tensión constante en la diplomacia global. Esta aproximación, percibida por muchos como “política del gran garrote” o basada en el chantaje y la manipulación, obliga a las naciones a navegar en un terreno más impredecible, lo que a su vez se traduce en una mayor sensación de impotencia y, por ende, de anestesia emocional en la población global ante la constante escalada de fricciones. Se fomenta una diplomacia transaccional que puede sacrificar la construcción de puentes y la comprensión mutua en aras de objetivos inmediatos, exacerbando la polarización y la dificultad para procesar la complejidad de los asuntos globales.

Al mismo tiempo, la narrativa dominante ensalza la productividad, la resiliencia y la eficiencia. Mostrar angustia, miedo, dudas o tristeza no es funcional al sistema. Políticos, líderes y ciudadanos actúan muchas veces desde una emocionalidad reprimida, operando con un discurso endurecido que profundiza la deshumanización. La sensibilidad se percibe como una amenaza a la lógica del rendimiento. Como advierte el filósofo Byung-Chul Han, vivimos en una “sociedad del rendimiento” que explota incluso nuestra libertad, y donde la positividad obligatoria convierte el dolor en algo vergonzoso, que debe ocultarse o corregirse rápidamente, sin espacio para la pausa ni la contemplación.

La lógica del consumo rápido y desechable, reforzada por la gratificación instantánea de las redes sociales y los avances de la inteligencia artificial generativa, también juega un rol fundamental. Las emociones profundas no tienen tiempo de florecer. Las plataformas ofrecen recompensas inmediatas por gestos vacíos. Incluso los mensajes de activismo se vuelven descartables. Este entorno es hostil a la reflexión, al duelo, al cuidado emocional sostenido. Y por lo tanto, incompatible con el tejido democrático. Tal como lo plantea Zygmunt Bauman, en su concepto de “modernidad líquida”, las relaciones humanas y las emociones también se han vuelto volátiles, frágiles y de corta duración, lo que profundiza el aislamiento emocional a pesar de la constante conectividad.

Es urgente rehabilitar una empatía que no sea decorativa. Implica mirar a las víctimas de la guerra más allá de las cifras, acompañar emocionalmente a quienes viven en la incertidumbre climática, y exigir narrativas institucionales que reconozcan el sufrimiento humano con autenticidad. También significa desconectarse selectivamente sin desinformarse, eligiendo de forma consciente los canales y tiempos de exposición. Esto favorece un vínculo más sano con la información y con nuestras emociones. La conexión con la realidad debe sostenerse, pero desde un lugar de cuidado.

Recuperar el derecho a sentir —dolor, rabia, impotencia, tristeza— es también recuperar la capacidad de movilización. Lo incómodo es político. Solo reconociendo nuestras emociones incómodas podemos construir respuestas más profundas, más humanas y, en definitiva, más efectivas.

La anestesia emocional no es una debilidad individual, sino un síntoma de una época. En un mundo hiperconectado pero emocionalmente empobrecido, luchar contra esta desconexión no es un lujo: es una necesidad política y ética. Como advirtió Charles Bukowski: “¿Qué terrible es perdernos dentro de nosotros mismos y ni siquiera saber que estamos perdidos?”

Natacha Díaz De Gouveia.
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Soy politóloga con mención en Relaciones Internacionales, egresada de la Universidad Central de Venezuela, y cuento con una trayectoria académica y profesional enfocada en el análisis político, social y empresarial. Mi formación se complementa con un Máster en Administración y Dirección de Empresas, así como una especialización en Coaching y Programación Neurolingüística, ambos cursados en la Escuela de Negocios Europea de Barcelona, España.
A lo largo de mi carrera, he tenido la oportunidad de desempeñarme como asesora política en campañas electorales, diseñando estrategias fundamentadas en un profundo análisis del entorno y las dinámicas sociopolíticas. Asimismo, he ocupado roles de liderazgo como coordinadora en empresas privadas, donde he desarrollado habilidades en planificación, gestión de proyectos y trabajo en equipo.
Mi compromiso con el trabajo social me ha llevado a liderar iniciativas en colaboración con organizaciones no gubernamentales, orientadas a promover el desarrollo de comunidades vulneradas indígenas, generando un impacto positivo en el tejido social.