Del ‘like’ al silencio, así muere la era de mostrarse

Eje Global

Las redes sociales dejaron de ser escaparates de autenticidad y se convirtieron en vitrinas de marcas, aspiraciones y algoritmos. En ese tránsito, los usuarios comenzaron a marcharse en silencio.

Durante más de una década, compartir fue el verbo dominante del mundo digital. Publicar una selfie, una opinión, una victoria o incluso una herida se volvió parte de una narrativa colectiva que moldeó la cultura contemporánea. Sin embargo, algo está cambiando. Una nueva encuesta reveló que casi un tercio de los usuarios en redes sociales publica menos contenido que hace un año. Y entre los jóvenes de la generación Z —nativos digitales por excelencia— el silencio empieza a ser más elocuente que el algoritmo.

Lejos de tratarse de una moda pasajera, algunos analistas comienzan a hablar de un fenómeno estructural. El periodista Kyle Chayka, en recientes columnas y entrevistas, lo ha denominado la “era del publicar cero”: una etapa en la que cada vez más personas dejan de compartir, no por apatía, sino por hartazgo. Las redes sociales, saturadas de publicidad, filtros, contenido aspiracional e inteligencias artificiales generando imágenes perfectas, dejaron de parecer espacios sociales reales.

La promesa inicial de conexión se diluyó en un océano de ruido. Lo personal migró a los mensajes privados. Las conversaciones genuinas cedieron su lugar a estrategias de visibilidad, métricas de vanidad y la constante sensación de tener que estar “curando” la propia identidad ante un público invisible. Frente a este desgaste, la renuncia al posteo se vuelve, paradójicamente, una forma de autocuidado.

Lo que estamos presenciando no es solo un cambio de hábito, sino una transformación cultural. La generación que creció documentando su vida ahora revaloriza la privacidad, la espontaneidad fuera de cámara y las relaciones que no dependen del feed. Se trata de una respuesta al exceso: de exposición, de expectativa, de juicio. En un entorno donde todo puede ser monetizado, el silencio se convierte en un acto de resistencia íntima.

La psicología también ha comenzado a registrar esta fatiga digital. Diversos estudios señalan que el uso excesivo de redes sociales se asocia con ansiedad, insomnio y distorsión de la autoimagen, especialmente entre adolescentes. El nuevo repliegue no es entonces un capricho, sino una adaptación: abandonar el ciclo de comparación constante, recuperar el control sobre lo que se muestra —y lo que se calla—, y cuestionar para qué seguimos publicando.

En ese sentido, no solo está cambiando lo que hacemos, sino lo que valoramos. La popularidad digital ya no garantiza admiración; a veces genera sospecha. La autenticidad no se mide en likes, sino en lo que se preserva del ojo público. Y la validación ya no se busca afuera, sino en vínculos que no dependen del algoritmo para existir.

Este giro no implica que las redes sociales desaparezcan. Continuarán siendo herramientas poderosas de comunicación, negocio y comunidad. Pero su lugar simbólico está mutando. Ya no representan lo más íntimo ni lo más espontáneo, sino lo más estratégico. Mientras tanto, las historias más reales, los vínculos más profundos y los momentos más significativos están ocurriendo fuera del plano visible.

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