El niño que pregunta y lo que olvidamos al crecer

Cada 30 de abril celebramos el Día del Niño. Las redes se llenan de fotos, frases conmemorativas y mensajes llenos de ternura. Pero más allá del gesto amable, poco nos detenemos a pensar qué implica realmente ser niño, o más aún, qué significa haberlo sido. La infancia no es solo una etapa biológica, sino un momento de lucidez intelectual rara vez igualado: es el periodo en el que hacemos preguntas sin miedo, en el que la curiosidad no está condicionada, en el que cada cosa nueva es un misterio que merece ser explorado. Es, en palabras de varios divulgadores científicos, el momento más “científico” de nuestras vidas.

Carl Sagan, Neil deGrasse Tyson y otros grandes pensadores han repetido una idea poderosa: todo niño es, en el fondo, un explorador del mundo. Observa, experimenta, se equivoca y vuelve a intentar. Pregunta sin cesar. ¿Por qué el cielo es azul? ¿De qué están hechas las nubes? ¿Por qué los adultos hacen cosas que no entienden? Esa pulsión por conocer —por descubrir— es una de las expresiones más puras de la inteligencia humana.

Pero algo sucede en el camino. A medida que crecemos, esa curiosidad se debilita. El sistema escolar, los entornos familiares rígidos, el miedo al ridículo, la presión por “tener respuestas” y no por hacer preguntas… Todo confluye en un modelo de socialización que no premia al niño que cuestiona, sino al que repite. Que no alienta la duda, sino la obediencia. La escuela —con excepciones valiosas— se convierte muchas veces en el primer lugar donde muere la curiosidad.

Y sin curiosidad, dejamos de aprender con libertad. Lo que antes era exploración, se transforma en memorización. Lo que era asombro, se vuelve rutina. Lo que era juego, se convierte en trámite. La adultez llega como una etapa de funcionalidad, no necesariamente de crecimiento. Aprendemos a resolver lo necesario, pero olvidamos cómo formular las grandes preguntas.

Esto no es menor. Porque una sociedad que pierde su curiosidad es una sociedad que deja de innovar. Las preguntas difíciles —las que abren caminos nuevos, las que desafían estructuras— son siempre incómodas al principio. Y sin embargo, son las únicas que permiten avanzar. No es casual que los países más innovadores no sean necesariamente los más ricos, sino aquellos donde se cultiva una cultura de exploración, de creatividad, de pensamiento libre. Una cultura que, en cierta forma, conserva lo mejor de la infancia.

También en el ámbito público y político la curiosidad ha sido desplazada. Se responde con consignas, se debate con clichés, se lidera con certezas prefabricadas. Pocas veces se ve a un funcionario, a un candidato, a un líder empresarial, que se atreva a decir: “No lo sé, pero quiero entenderlo mejor”. Esa es una frase profundamente infantil en el mejor sentido del término. Y también profundamente transformadora.

No es casual que muchos de los grandes avances científicos y tecnológicos del siglo XX y XXI vinieran de personas que conservaron, hasta el final, una forma infantil de mirar el mundo. Steve Jobs lo decía sin rodeos: “la creatividad es solo conectar cosas”, y para conectar cosas hay que seguir observando el mundo como si fuera la primera vez. Richard Feynman, premio Nobel de Física, jugaba con radios rotas en su niñez no porque supiera cómo funcionaban, sino porque quería descubrirlo. Esa forma de pensamiento no surge de la solemnidad, sino del juego. De la pregunta. De la libertad para equivocarse.

Volver a pensar en la niñez no debería ser, entonces, un acto de nostalgia, sino un ejercicio crítico. ¿Qué nos fue arrebatado sin darnos cuenta? ¿Cuánto del adulto que hoy somos podría ser más libre, más creativo, más pleno, si recuperáramos esa forma radical de mirar el mundo sin prejuicios?

Quizá por eso, el Día del Niño debería ser menos una celebración simbólica y más una invitación a la memoria. A recordar que fuimos niños. Que tuvimos preguntas. Que una vez nos detuvimos a ver cómo caminaba una hormiga o cómo caía la lluvia. Y que todavía podemos hacerlo. No hay edad para preguntar. No hay edad para volver a explorar.

En un mundo saturado de respuestas automáticas —Google, redes, inteligencia artificial— tal vez la tarea más urgente sea reaprender a hacer buenas preguntas. Esa es, al final, la mejor forma de honrar a los niños que fuimos. Y a los que vendrán.

Eje Global
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