
La ignorancia engendra confianza con más frecuencia que el conocimiento.
—Charles Darwin
Si alguna vez te has cuestionado sobre tus capacidades, ¿has sido honesto? O mejor aún, ¿sabes reconocer en qué eres bueno y en qué no? ¿Qué tan realista eres con lo que esperas de ti mismo de acuerdo con tu autoconocimiento? ¿Tienes claras tus metas y cuentas con los recursos para lograrlas? Es cruel reconocerlo, pero a veces jugamos del lado incorrecto de la cancha: poseemos capacidades, pero no confianza, o flotamos plácidamente en la piscina de la confianza ignorando todo aquello en lo que somos incompetentes.
Nos pasa a nosotros los mortales y a los glorificados. Basta observar a quienes están en el poder: personajes sobrevalorados y limitados en capacidades decidiendo el rumbo del mundo como si tuvieran todos los conocimientos requeridos para ello. Y no, no los tienen, pero hay algo que sí poseen: confianza en exceso. Y no es tan positivo como suena.
En la teoría, la confianza y la competencia van de la mano; en la práctica, suelen ir en direcciones opuestas. Lo dice Adam Grant en su libro Piénsalo otra vez, donde aplica el término “síndrome del pasador” para definir el sesgo del que padecen estos personajes: es aquel en el que la confianza supera con creces a la competencia. En el futbol americano, el pasador es el jugador que suele tener el balón y lanza el pase que define la estrategia y el resultado de la jugada. Es decir, es el autor de la victoria o de la derrota. Pero quien padece el síndrome suele atribuirse solo la victoria.
Si desconocemos quiénes somos, cuáles son nuestras habilidades, fortalezas y virtudes, y cuáles nuestros malos hábitos, debilidades y vicios, podemos caer en la tentadora idea de ofrecer una imagen idealizada de nosotros mismos para evitar mostrar las partes oscuras que no podemos reconocer. Volvemos al ejemplo de los políticos deshonestos que hablan incansablemente de combatir la corrupción, pero es justo la causa que menos les conmueve, pues es precisamente la corrupción la que los lleva y perpetúa en posiciones de poder.
El problema con el síndrome del pasador, de acuerdo con Grant, es que se interpone en el camino de la reconsideración. “Cuando no tenemos los conocimientos y las competencias para alcanzar la excelencia, en ocasiones también carecemos de los conocimientos y las competencias para juzgar la excelencia”, explica el académico de Wharton.
Esta propuesta se opone a la conocida como síndrome del impostor, aquel que padecen las personas con altas capacidades y talentos, pero baja confianza y credibilidad en sí mismas. Dos fuerzas que conviven y definen el comportamiento de nuestra sociedad y de quienes están al frente de ella.
¿Por qué unos confían de más y otros no? Hablemos del efecto Dunning-Kruger o la teoría que nos dice que aquellos que no pueden, no saben que no pueden.
Desconocemos nuestras capacidades y, aun así, apostamos nuestro entusiasmo a misiones imposibles, por ignorar que no somos capaces y que ni siquiera tenemos nociones de esta incapacidad. En los noventa, David Dunning y Justin Kruger pusieron a prueba a estudiantes a quienes pidieron que se autoevaluaran de acuerdo con su desempeño en un examen aplicado previamente. El resultado arrojó que los menos preparados sobreestimaron sus capacidades, mientras que los más preparados subestimaron sus habilidades con calificaciones por debajo de su resultado real.
Este estudio brindó interesantes conclusiones, como que los incompetentes exageran al sobreestimar sus capacidades, no entienden ni quieren saber su nivel de incompetencia, y que el camino seguro para evitar caer en el síndrome de Dunning-Kruger es mantenernos abiertos al conocimiento.
En contraparte se encuentra la teoría de la autoeficacia, de Albert Bandura, que plantea que el individuo conoce lo que puede lograr si se lo propone. El conocimiento y la acción están mediados por el pensamiento de autoeficacia: lo haré solo si sé que cuento con las habilidades para lograrlo, o en otras palabras, lo haré solo si presiento que puedo conquistar aquello por lo que estoy obsesionado.
Esta podría ser la puerta de entrada a la autodecepción, y ese sería un punto de equilibrio entre la sobrevalorada autopercepción y el síndrome del impostor. Porque si reconocemos nuestra autoeficacia, también tenemos la capacidad de reconocer cuando no contamos con las habilidades requeridas.
El exceso o falta de confianza están ligados a las expectativas. ¿Qué tanto esperas de ti y de los otros? Podría ser que el autoengaño sobre nuestras capacidades provenga de las expectativas que tenemos de nosotros mismos. La autopercepción tiene un papel fundamental en lo que nos propongamos lograr. Es normal que esperemos que nuestro actuar conlleve algún resultado. Nos dicen que no tengamos expectativas de nada ni de nadie para así evitar decepcionarnos, pero en realidad, ¿se puede vivir sin ellas? Las expectativas sirven de punto de partida porque nos ayudan a establecer metas a alcanzar. Cuando iniciamos una relación, un negocio o una carrera profesional, lo hacemos esperando obtener algo a cambio. No lo hacemos porque sí, lo hacemos porque buscamos un resultado por el tiempo, la energía, el conocimiento, el afecto y la disciplina invertida.
Lo mismo pasa con cualquier otro propósito. Lo conseguiremos en la medida en que podamos reconocer nuestras capacidades, de acuerdo con experiencias previas en las que obtuvimos resultados positivos o negativos, pero que nos sirven de parámetro para saber que podemos afrontar la situación porque ya la hemos vivido. Nos ayudan a dejar de ser irracionales en la forma en que apostamos nuestra fe en capacidades que no tenemos.
Pero los otros suelen tener una influencia importante en nuestros resultados. Sobre esto se basa la teoría de Robert Rosenthal y Lenore Jacobson, autores del efecto Pigmalión (o efecto Rosenthal), el fenómeno psicológico que sugiere que si esperas un resultado específico de alguien, tus expectativas influyen en la forma en que se comporta dicha persona, llevándola a actuar de tal manera que confirme tus expectativas. Ocurre, por ejemplo, en la dinámica alumno-profesor: el profesor etiqueta al alumno con altas capacidades, se las comunica y le da un trato en el que distingue dichas cualidades. El alumno, en consecuencia, se esfuerza para dar el resultado a la altura de las expectativas del profesor.
Pigmalión fue el escultor que, en la mitología griega, sintió un amor tan profundo por Galatea, la efigie creada por él mismo, que deseó que esta cobrara vida. Su expectativa fue tan grande que se hizo realidad, dando así lugar a la profecía autocumplida. Por su parte, Galatea representa las expectativas y creencias que tenemos sobre nuestras propias capacidades.
Todo nos está influyendo todo el tiempo. Resentir el peso de las expectativas dudando sobre si se tiene o no la capacidad para cumplir con ellas —experimentando síndrome del impostor— nos da la oportunidad de resignificarlo, como sugiere Adam Grant, al considerar sus ventajas: nos motiva a trabajar más, nos lleva a cuestionar suposiciones que otros darían por hechas, y sentirnos como un impostor puede mejorar nuestra capacidad de aprendizaje. Así que no, no es tan malo.
Reconocer cuáles son tus recursos, analizar y poner sobre la mesa —de forma realista— tus capacidades listas para entrar en acción es una manera sensata de afrontar las expectativas autoimpuestas o atribuidas por otros. Pero sobre todo, es dar el paso adelante con confianza humilde, de reconocer todo lo que no sabes, con la mesura de aceptar tus debilidades, pulirlas, adquirir el conocimiento necesario y seguir adelante.
Sentirte impostor no es tan negativo como se ha contado. Al contrario, garantiza el compromiso, como reflexiona Grant en su texto: “los impostores quizá sean los últimos en subirse al barco, pero quizá también sean los últimos en abandonarlo”.
Comunicadora con experiencia en periodismo, producción editorial, estrategia digital, relaciones públicas y comunicación social y política.
Ha colaborado para el Periódico AM, la Universidad de Guanajuato, el Gobierno del Estado de Guanajuato y el Partido Acción Nacional. Se ha desempeñado de manera independiente como fotógrafa, coach ontológico y asesora creativa.