
Actualmente hay 56 conflictos activos en el mundo vinculados a 92 naciones, siendo la cifra más alta registrada desde la Segunda Guerra Mundial, conforme a los últimos datos publicados en 2024 por el Índice de Paz Global (GPI, por sus siglas en inglés). Esto representa un coste equivalente al 13.5 % del PIB global, cientos de miles de muertes en combate, afectaciones directas a las cadenas de suministro y repercusiones ambientales difíciles de cuantificar debido a la complejidad que representa, para el equilibrio ecosistémico, albergar conflictos bélicos tanto a escala local como regional.
En el caso mexicano, el país se posiciona en el número 138 de un total de 163 naciones, considerando que enfrenta un frente abierto entre los cárteles que operan al interior del país. Estos grupos no solo incorporan vehículos blindados, armas sofisticadas de uso exclusivo del Ejército, drones y dispositivos que contienen pólvora, detonante C4 y pesticidas altamente tóxicos, sino que además estos componentes pueden permanecer en el ambiente durante décadas debido a sus procesos de degradación.
El GPI mide el nivel de paz y la ausencia de violencia en un país o región, y es elaborado desde el año 2007 por el Institute for Economics and Peace, junto a varios expertos de institutos para la paz, centros de pensamiento (think tanks) y el Centre for Peace and Conflict Studies de la Universidad de Sídney. Incluye variables internas, como violencia y criminalidad, y externas, como el gasto militar y las guerras en las que participa el país.
Para medir las repercusiones de los conflictos bélicos sobre el medio ambiente, podemos catalogar dos grandes grupos de efectos: los directos y los indirectos. Los primeros se refieren a la contaminación del aire, la tierra y los mantos freáticos por el uso de armamento y restos explosivos al momento de ser detonados, así como a las afectaciones a la flora y fauna silvestres, que son eliminadas o desplazadas por la huella que deja cada conflicto, acelerando la degradación ambiental y vinculándose directamente con el cambio climático. Los segundos comprenden los grandes desplazamientos poblacionales que ejercen presión sobre los recursos ecosistémicos existentes, la eliminación de sitios industriales o de extracción energética, y la explotación de recursos naturales con fines militares o armamentísticos.
Lo anterior genera un círculo vicioso en el que la alteración de los paisajes físicos y las incapacidades de autogobierno que pueden desarrollarse como consecuencia de dichos conflictos derivan en más acciones bélicas que desestabilizan la geopolítica, afectando mayoritariamente a regiones vulnerables y pudiendo crear conflictos inesperados. En este contexto, la crisis climática incide fuertemente en las sociedades afectadas, tanto en el acceso a recursos básicos y alimenticios como a refugio. Un claro ejemplo han sido las guerras por los recursos hídricos, como la acontecida en Somalia, que derivó en una guerra de guerrillas en la que el agua se convirtió en blanco de ataques militares que provocaron la muerte directa y por inanición de 250 mil personas, además de miles de desplazados.
Si bien ha habido diversas iniciativas para promover zonas desmilitarizadas en conflicto, en las que se prohíba toda acción militar, tanto de combatientes como de materiales bélicos —especialmente en aquellas zonas con ecosistemas frágiles y georreferenciación de áreas de importancia ecológica—, aún no se cuenta con una acción sólida del Derecho Internacional Humanitario (que prohíbe el uso del medio ambiente como arma) que incida de manera efectiva en la mitigación de los enormes efectos climáticos derivados de los conflictos armados ni en estrategias que prueben su resiliencia y capacidad de respuesta. Basta con señalar que, entre 1946 y 2010, los conflictos existentes estuvieron vinculados a la explotación de recursos naturales.
La actividad militar, incluyendo el uso de vehículos, armas y explosivos, libera grandes cantidades de gases de efecto invernadero. Este fenómeno se agrava cuando se producen ataques directos contra reservas energéticas —tanto de petróleo como de energía nuclear— y por la destrucción de ecosistemas como bosques y humedales, que reducen la capacidad de la naturaleza para absorber dióxido de carbono. Por tanto, las guerras no solo dejan bajas humanas, sino también pérdidas irreparables en la flora y fauna que conforman nuestro ecosistema global y que, a largo plazo, continúan arrojando repercusiones que desequilibran el medioambiente.
Inmaculada Ramírez es colaboradora en la Revista Eje Global, donde aborda temas relacionados a la sustentabilidad y el medio ambiente.
Actualmente es asesora parlamentaria en el Congreso del Estado de Jalisco y fundadora de la asociación civil Construyendo Políticas A.C. Ha escrito en diversos medios de comunicación locales como en Decisiones, Capital Político, entre otros.
Politóloga de formación, con maestrías en Políticas Públicas y Administración Pública; así como Doctorado en Educación. Tiene en su haber diversos diplomados en materia de planeación urbana, derechos humanos, evaluación de programas públicos, programación presupuestaria, cultura, integridad web, entre otros.
Desde hace más de una década ha incursionado en el servicio público mexicano en diversos puestos en los tres niveles de gobierno, que van desde auditoría y gestión documental para proyectos de conectividad federal con la anterior Secretaría de Comunicaciones y Transportes, responsable del área de cambio climático en los municipios metropolitanos de Guadalajara y Zapopan y Directora General para la política de verificación vehicular en Jalisco.
Por la parte académica, ha sido coordinadora de diplomado en la Universidad de Guadalajara y colaboradora con el Instituto de Formación para el Trabajo del Estado de Jalisco.