Sobras, multas y promesas ¿funciona la receta contra el desperdicio en España?

El 20 de marzo de 2025, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, una normativa que entrará en vigor el 2 de enero de 2025 y que el Gobierno presenta como un avance clave hacia la sostenibilidad y la justicia social en España. Con esta ley, se busca reducir el despilfarro de comida —1,214 millones de toneladas en 2023, según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación— imponiendo medidas concretas a productores, supermercados y hosteleros: planes de prevención, donaciones de excedentes a bancos de alimentos y envases gratuitos para sobras en restaurantes, todo respaldado por multas que pueden llegar a 500.000 euros. El ministro Luis Planas la ha descrito como un “imperativo” para combatir el hambre global y las emisiones, en línea con la Agenda 2030. Sin embargo, un análisis más profundo revela que esta iniciativa, aunque bienintencionada, está llena de contradicciones, lagunas y riesgos que podrían limitar su impacto y agravar desigualdades.

La ley concentra su atención en la distribución y el consumo, exigiendo planes de prevención a supermercados y restaurantes, mientras deja al sector primario —donde ocurre un tercio del desperdicio global, según la FAO— con menos obligaciones. Las pequeñas explotaciones agrarias están exentas de estos requisitos, lo que podría aliviarlas, pero también sugiere una mirada parcial que evita tocar las raíces del problema. ¿Por qué no atacar las pérdidas en la producción, donde lobbies agrícolas podrían estar influyendo para mantener el statu quo? Esto deja el peso en sectores más visibles, como la hostelería y el comercio, que enfrentan sanciones severas. Hostelería de España reconoce el valor de la norma, pero advierte que los costes de envases, planes y logística, sumados al temor a multas desproporcionadas, podrían asfixiar a pequeños bares y pymes que apenas sobreviven. La Federación Española de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB) coincide: incentivos fiscales habrían sido más efectivos que un sistema punitivo que, al final, podría encarecer los precios para los consumidores, golpeando a las clases medias y bajas.

El eje de las donaciones también plantea interrogantes. Obligar a supermercados y restaurantes a ceder excedentes a bancos de alimentos suena solidario, pero esconde dinámicas desiguales. Las grandes cadenas, con recursos para cumplir, ganan deducciones fiscales y buena imagen, mientras las ONGs receptoras —como la Fundación Espigoladors— lidian con la carga de gestionar alimentos perecederos sin apoyo logístico claro. La ley no especifica quién cubre transporte o almacenamiento, dejando a estas entidades en una posición vulnerable. Más aún, este enfoque perpetúa un modelo asistencialista que no aborda las causas de la inseguridad alimentaria, un problema que afecta a más de 6,2 millones de españoles, según datos de 2023. En lugar de garantizar salarios dignos o acceso universal a alimentos, se opta por un parche que traslada la responsabilidad al sector privado y las asociaciones, mientras el Estado se limita a sancionar.

En el plano ambiental, la ley promete una economía circular al priorizar usos como compost o biocombustibles para excedentes no consumibles. Pero muchas regiones españolas carecen de la infraestructura necesaria, y sin inversión pública, estas alternativas quedan en el aire. Fomentar la venta de productos “feos” o de temporada es un gesto positivo, pero choca con los estándares estéticos de las grandes distribuidoras, que descartan alimentos por motivos comerciales más que prácticos. Así, la sostenibilidad corre el riesgo de ser más un discurso que una transformación real.

Las críticas no se han hecho esperar. La hostelería teme una carga burocrática excesiva; la industria alimentaria, representada por FIAB y Asedas, lamenta que el foco esté en el consumo y no en la producción; las ONGs aplauden el objetivo, pero critican su falta de ambición y las excepciones que diluyen su alcance. En plataformas como X, consumidores se preguntan si las multas elevarán precios, mientras partidos como PP y Vox, que se abstuvieron o votaron en contra, denuncian un exceso regulatorio que coarta la libertad económica. Los agricultores, por su parte, piden más apoyo para evitar pérdidas en origen, no solo en destino.

La Ley de Prevención del Desperdicio Alimentario refleja tensiones entre buenas intenciones y una ejecución imperfecta. Su diseño beneficia a grandes empresas con recursos para adaptarse, mientras castiga a los pequeños y delega responsabilidades sin resolver problemas estructurales. El sistema agroalimentario actual, basado en la sobreproducción y el consumismo, sigue intacto, impulsado por intereses corporativos que la ley no cuestiona. Una alternativa más valiente pasaría por descentralizar la producción, fortalecer a pequeños agricultores y promover mercados locales que reduzcan excedentes desde el inicio, con menos sanciones y más inversión, menos asistencialismo y más justicia distributiva. Pero tales propuestas chocan con un contexto donde el poder prioriza soluciones rápidas sobre cambios profundos.

En definitiva, esta ley es un paso, pero uno cojo. Sus intenciones éticas y sostenibles se ven opacadas por desigualdades, improvisación y un enfoque cortoplacista. España necesita una política alimentaria que no solo gestione sobras, sino que transforme el sistema que las genera. Sin eso, el “imperativo” de Planas seguirá siendo una promesa a medio cumplir.

Eje Global
editorial@eje-global.com | + posts