Vejez sin bienestar: esperando la protección social prometida

Uno de los logros importantes de la modernización ha sido el aumento considerable de la esperanza de vida, y con ello, un rápido envejecimiento de la población, la cual en un alto porcentaje vive en condiciones de pobreza y exclusión.

La prolongación de la esperanza de vida ha estado acompañada de un importante descenso de la natalidad, asumido como una característica base de los cambios sociales. Ambos fenómenos se han presentado desde hace años, cargados de contingencias, y han abierto un conjunto de desafíos e interrogantes para los países, tensionando los modelos de intervención desde las políticas públicas para abordar sus complejidades.

Sin embargo, envejecer en América Latina no es sinónimo de calidad de vida ni de bienestar para un porcentaje significativo de personas mayores. Ellas constituyen otro de los rostros de las desigualdades persistentes. Cerca del 30 % de las personas mayores de 65 años no tienen ningún tipo de ingresos.

Los apoyos de los programas previsionales contributivos siguen siendo de baja cobertura y se caracterizan por su deterioro, a pesar de ciertas reformas que se han intentado para revertir dicha situación en algunos países. La falta persistente de garantías de seguridad económica durante el periodo de retiro de la fuerza de trabajo es una constante en nuestras sociedades.

El proceso de envejecimiento de la población en América Latina va de la mano con la pobreza, el desamparo, el aislamiento social, la exclusión y la soledad. La ausencia de protección social adecuada, la estigmatización etaria y el bajo reconocimiento real de las personas mayores como sujetos de derechos es una constante. A esto se suma que el paso del tiempo va dejando a muchas sin redes de apoyo, sin tratamientos médicos oportunos e incluso sin alimentación básica diaria, lo que habla de sociedades que se niegan a sí mismas.

Las capacidades institucionales públicas y los recursos disponibles para proteger socialmente a este importante sector de la población no se caracterizan por su solidez. La crisis sanitaria del COVID-19 generó un conjunto de riesgos sociales e individuales, y visibilizó con fuerza las debilidades de las institucionalidades públicas en general. En particular, corrió el velo de las realidades que viven las personas mayores. Fuimos, en el mundo, la región más afectada en términos de pérdidas de vidas humanas, y las personas mayores fueron las más expuestas y vulnerables ante la pandemia debido al aumento de la precariedad social y laboral.

En ese trágico momento de la humanidad, por ejemplo, los sistemas de salubridad fueron llevados al límite de sus capacidades de respuesta. De hecho, no fueron pocos los que simplemente colapsaron o mostraron un desbordamiento de sus funciones fundamentales, lo cual no sorprendió, pues los sistemas sanitarios habían experimentado un largo proceso de desfinanciamiento y fragmentación, lo que condicionó la entrega de prestaciones oportunas y de calidad.

Tal experiencia pandémica y sus impactos en la población mayor no han provocado un cambio sustancial en las políticas públicas de nuestros países. No podríamos sostener con evidencia que, en el periodo pospandémico, se hayan acumulado experiencias innovadoras en sistemas de protección social de nueva generación para este segmento poblacional; es decir, una arquitectura de políticas y programas que aseguren una cobertura integral frente a los distintos riesgos sociales que enfrentan cotidianamente.

La región muestra institucionalidades y políticas orientadas a personas mayores muy heterogéneas. La mayoría de las respuestas organizacionales existentes se crearon en función de leyes específicas de protección de los derechos de las personas mayores, por medio de decretos, resoluciones administrativas o políticas nacionales. Las instituciones encargadas de los temas relativos a las personas mayores se sitúan en ministerios sociales—en particular, en los ministerios de desarrollo social—pero también en los de salud, mujer y poblaciones vulnerables, justicia, la esfera de la presidencia u otras áreas (CEPAL, 2022).

Se observan en los gobiernos líneas de acción y programas diversos en sus propósitos, coberturas, financiamientos y alcances, con los que se intenta reducir las complejidades y riesgos que enfrenta la población mayor. Sin duda, todo ello es plausible y valorable, pero es absolutamente fundamental que esos esfuerzos gubernamentales sean sometidos a permanentes y rigurosos procesos evaluativos que permitan dar cuenta de la efectividad social de dichas inversiones.

La efectividad del gasto es un requisito ineludible de cualquier gobierno, pero ello se vuelve doblemente exigente cuando se trata de segmentos etarios altamente sensibles, como lo son aquellas líneas de apoyo hacia la población adulta mayor con mayores vulnerabilidades económicas y sociales. No hay excusa posible frente a intervenciones mal diseñadas, incompetentemente implementadas o programas desfondados por prácticas de corrupción y clientelismo político. Si los gobiernos hubieran desplegado hace unos años sistemas de evaluación generadores de evidencia actualizada y transparente, los procesos de intervención socio-territorial podrían haber sido más efectivos en la gobernanza de los sistemas de salud durante la pandemia.

La comprensión del envejecimiento debe abordarse desde ópticas que, al analizar el aumento de la esperanza de vida, lo consideren como un logro inequívoco de la modernidad. No obstante, este logro entra en colisión con las capacidades institucionales de países que confrontan modernidades inconclusas y, por tanto, con frágiles mecanismos de cohesión social que les permitan resolver exitosamente los problemas sociales derivados de una vida más prolongada.

Las personas mayores no solo viven en la pobreza; su calidad de vida en las comunidades también está altamente deteriorada por la disminución de sus redes de apoyo, la pérdida de vínculos familiares y de amistades, lo que provoca aislamiento social, abandono y soledad. Este último factor ya es considerado un problema de salud pública en algunos países europeos y asiáticos. Todos estos aspectos deben ser visibilizados en los procesos de diseño e implementación de programas públicos de alta efectividad orientados a las personas mayores.

La evidencia señala que una respuesta satisfactoria a tales desafíos sigue siendo una tarea pendiente en nuestros países, debido a los obstáculos institucionales y financieros existentes para abordar de forma anticipada y sistémica la vejez y los cuidados de larga duración para un número cada vez más significativo de personas.

Por tanto, el envejecimiento de nuestra población debe ser un tema de Estado, reflejado en políticas públicas sistémicas e innovadoras, acompañadas de arreglos y desempeños institucionales con una fuerte dosis de enfoque territorial descentralizado, y enmarcado en una alianza público-privada que pueda abordar con efectividad esta urgente problemática que necesita ser considerada y asumida como política de Estado en nuestros países.

Carlos Haefner
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Consultor en análisis político estratégico y Políticas públicas. Ha desempeñado diversos cargos de alta dirección en universidades, sector público e iniciativa privada. Sus áreas de especialización son dirección y planeación estratégica pública, fortalecimiento de gobiernos subnacionales y evaluación de políticas públicas.
Es investigador del Centro Internacional de Estudios Estratégicos, Ciudad de México.