Derrotar a la mafia no es derrotar a los mafiosos: es quitarles el poder

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Durante décadas, distintos países han enfrentado organizaciones criminales que parecían invencibles. Las mafias, en sus múltiples versiones, han prosperado cuando logran una mezcla peligrosa: dinero abundante, redes políticas que las protegen y comunidades que dependen de ellas para sobrevivir. Por eso, las experiencias internacionales muestran una lección esencial: las mafias no se vencen encarcelando cabecillas, sino debilitando el entramado económico y social que las sostiene. Italia, Estados Unidos, Colombia y México ofrecen ejemplos muy distintos de esta lucha, y sus diferencias ayudan a entender qué funciona, qué falla y qué puede aprenderse.

El caso italiano es el más emblemático. Tras el Maxi Proceso de 1986–87 y los asesinatos de Giovanni Falcone y Paolo Borsellino en 1992, Italia comprendió que no bastaba con detener sicarios y capos. La Cosa Nostra no era un grupo de criminales dispersos, sino una empresa mafiosa con reglas internas, jerarquías claras y una capacidad impresionante para infiltrarse en la política y la economía. La respuesta estatal cambió radicalmente.

Surgió un marco legal especializado, como el artículo 416 bis sobre asociación mafiosa, que permitió castigar la pertenencia a una estructura criminal por sí misma, sin necesidad de demostrar un delito adicional. También entró en vigor el temido régimen penitenciario 41-bis, que impide a los jefes seguir operando desde prisión. Pero quizá la innovación más profunda fue otra: quitarles el dinero.

Italia desarrolló un sistema de confiscación y administración social de bienes que sigue siendo referencia mundial. Casas, ranchos, negocios, tierras y empresas vinculadas a la mafia podían decomisarse aun sin sentencia penal firme, siempre que hubiera pruebas sólidas del origen ilícito. Esos bienes fueron convertidos en cooperativas productivas, centros culturales o espacios comunitarios. Golpear la economía permitió algo que la cárcel nunca había logrado: reducir el prestigio social de la mafia y disputarle el control territorial.

Estados Unidos siguió un camino distinto, pero con un mensaje similar. La Cosa Nostra estadounidense, asentada en ciudades como Nueva York, Chicago o Filadelfia, parecía intocable hasta los años setenta. La gran transformación vino con la ley RICO, que permitió procesar a los jefes por la actividad criminal de toda la organización. Por primera vez, no era necesario probar que un capo había cometido personalmente un asesinato o una extorsión: bastaba demostrar que dirigía un “enterprise” criminal.

Esto abrió la puerta a los grandes juicios de los ochenta, donde la cúpula de las “Five Families” fue derribada casi al mismo tiempo. A ello se sumó una estrategia agresiva del FBI basada en infiltración, grabaciones secretas y un programa robusto de testigos protegidos. El resultado no fue la desaparición de la mafia, pero sí su debilitamiento estructural: perdió cohesión, perdió mercados y perdió capacidad de intimidación pública.

El caso colombiano muestra otra faceta. Ahí, las “mafias” se mezclaron con el narcotráfico, la insurgencia y el paramilitarismo, generando estructuras más violentas, más militarizadas y más fragmentadas. Colombia apostó por una combinación de extradición a Estados Unidos, presión militar y extinción de dominio sobre bienes ilícitos.

En los noventa y dos mil, esta estrategia quebró a los grandes carteles tradicionales, pero al mismo tiempo produjo un efecto colateral: la fragmentación. Al caer las grandes organizaciones, surgieron grupos más pequeños y territoriales, menos visibles pero igual de peligrosos, ligados a economías ilegales que se reconfiguran con rapidez.

¿Y México? Aunque suele compararse con estos países, su trayectoria es distinta. Desde 1996 México cuenta con la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, uno de los marcos legales más duros de América Latina. También ha desarrollado mecanismos para actuar contra cárteles altamente armados y sofisticados.

Sin embargo, el caso mexicano muestra que un marco legal robusto no basta. México ha tenido avances importantes, como la tipificación de delincuencia organizada, unidades especializadas y cooperación internacional, pero aún no ha consolidado los otros pilares que fortalecieron a Italia, Estados Unidos y Colombia.

En México, el decomiso de bienes criminales tiene avances, pero no alcanza la escala necesaria ni produce transformaciones comunitarias visibles, como ocurrió en Italia. Las instituciones siguen fragmentadas y con capacidades desiguales: fiscalías débiles en unos estados, policías municipales colapsadas en otros e investigaciones financieras que avanzan lentamente.

Además, la violencia mexicana tiene un componente territorial que recuerda más a Colombia: grupos que administran mercados locales, reemplazan funciones del Estado y mantienen lealtades por necesidad económica, no por ideología.

Esto abre una reflexión clave: México no puede esperar resultados diferentes si solo continúa encarcelando capos. Como muestran los otros casos, lo que debilita a las mafias es quitarles el poder que las hace útiles, temidas o inevitables. Eso implica cortar flujos financieros, desmantelar redes de corrupción política, fortalecer fiscalías locales, recuperar territorios abandonados y ofrecer alternativas económicas reales. Ningún país lo ha logrado de un día para otro; todos han necesitado reformas legales, paciencia institucional y cambios culturales profundos.

La experiencia internacional es clara: el Estado gana cuando deja de pelear contra personas y empieza a pelear contra estructuras. Si México logra ese giro estratégico, podría iniciar un proceso de debilitamiento sostenido del crimen organizado. No será fácil, pero tampoco imposible. Otros países ya lo hicieron, y las lecciones están ahí, listas para adaptarse.

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Politóloga y Maestra en Gestión Pública por la Universidad de Guadalajara, México. Ha sido funcionaria en los tres órdenes de gobierno, así como en el Poder Legislativo. Es catedrática en Ciencias Sociales y Humanidades en la Universidad de Guadalajara. Consultora senior en políticas públicas.

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