
La mayoría de los países de América Latina arrastra un historial de populismo gubernamental que ha socavado las bases de una gobernanza sólida. Los modelos de gestión predominantes, junto con la falta de visión estratégica, debilidad institucional y escasa profesionalización del aparato estatal, han limitado seriamente el desarrollo sostenible de la región. Actualmente, los discursos populistas continúan dominando la política en muchos países latinoamericanos. Por ello, se vuelve imperativo repensar los modelos de gobierno en la región y recuperar una visión técnica, estratégica y orientada a resultados en materia de gobernanza.
Los gobiernos deben comprender que un país, en muchos aspectos, funciona como una gran organización. Por ello, la gestión pública debe centrarse en resultados, administrando los recursos de forma eficaz, promoviendo la innovación y maximizando el bienestar colectivo de la población. Este enfoque no contradice los principios democráticos; al contrario, los fortalece mediante la rendición de cuentas técnica, la evaluación de impactos y la planificación a largo plazo. Un país bien gobernado no es aquel que se limita a prometer futuros inciertos, sino aquel que entrega más y mejores resultados de forma concreta y sostenible.
América Latina es una región rica en recursos naturales, diversidad cultural y potencial humano, lo que le confiere una gran capacidad de crecimiento y desarrollo. Sin embargo, su historia ha estado marcada por altos niveles de corrupción, mala gestión, inestabilidad política, populismo e ineficiencia gubernamental. A diferencia de los países que han alcanzado altos niveles de desarrollo, donde prevalecen instituciones sólidas, respeto a la propiedad privada, una administración pública profesional y una menor interferencia estatal en la economía, en muchos países latinoamericanos se ha confundido gestión con improvisación, gobernanza con carisma y política con ideología.
En este contexto, se vuelve urgente adoptar un enfoque corporativo en la administración del Estado, basado en planificación estratégica, liderazgo técnico, indicadores de desempeño y rendición de cuentas. Para que este modelo sea posible, es indispensable contar con un cuerpo técnico capacitado, con visión de largo plazo, orientado a la eficiencia, la sostenibilidad y el cumplimiento de metas claras. Sin esta transformación, los gobiernos seguirán repitiendo ciclos de ineficacia marcados por el clientelismo, la corrupción, la búsqueda de popularidad y la concentración del poder. En América Latina, el Estado frecuentemente opera sin métricas claras de desempeño, con una burocracia ineficiente, escasa planificación a largo plazo, inestabilidad jurídica y un uso político de las instituciones públicas como herramientas de poder personal o partidario. Esta falta de previsibilidad y profesionalismo genera constantes cambios en las reglas del juego, lo que afecta directamente a los empresarios, obstaculiza el ambiente de negocios y limita el crecimiento económico y el desarrollo de la región.
La mala gestión, impulsada por discursos populistas, prioriza la permanencia en el poder sobre el bienestar colectivo. Este tipo de política suele apelar a promesas vacías, frases simplistas y soluciones mágicas que, aunque seductoras en el corto plazo, ignoran la complejidad de los problemas estructurales. La historia reciente de América Latina demuestra que tales propuestas no solo son ineficaces, sino que tienden a deteriorar las economías nacionales, aumentar la pobreza y profundizar la desigualdad social. Un modelo claro para ilustrar los efectos negativos de la intervención estatal excesiva en la economía de América Latina es el caso de Venezuela. Este país, que en las décadas de 1960 y 1970 figuraba entre los más ricos del mundo, con un PIB per cápita superior al de España, se ha convertido hoy en una de las naciones más pobres del planeta. La aplicación de políticas populistas por parte del gobierno de Hugo Chávez marcó el inicio de un profundo deterioro institucional, económico y social, que fue continuado por su sucesor, Nicolás Maduro.
Actualmente, Venezuela ocupa los últimos puestos en el Índice de Libertad Económica y enfrenta una de las mayores crisis migratorias del mundo: más de siete millones de personas han abandonado el país desde 2015 (ACNUR, 2025), como consecuencia de la hiperinflación, la escasez de alimentos y medicamentos, el colapso de servicios básicos como energía eléctrica, agua potable y combustibles, así como la violación sistemática de derechos humanos y de propiedad privada, acompañada de autoritarismo y represión política. El régimen venezolano implementó un modelo económico basado en el control de precios, la nacionalización masiva de industrias —incluyendo sectores como alimentos, café, supermercados y fertilizantes— y una política fiscal irresponsable. Estas medidas aniquilaron al sector privado. En 2018, la inflación alcanzó el 14 000 % anual, lo que obligó al gobierno a subcontratar la impresión de billetes a empresas de Alemania y el Reino Unido, con envíos de entre 150 y 200 toneladas de dinero cada dos semanas (Gallegos, 2016).
En contraste, Chile emprendió durante la década de 1970 una serie de reformas orientadas hacia la creación de una economía de libre mercado. El gobierno de Augusto Pinochet, asesorado por el economista Milton Friedman, impulsó la liberalización económica, la reducción del gasto público, la desregulación del sistema financiero y la privatización de empresas estatales. Mientras en 1973 el Estado chileno controlaba unas 400 empresas y bancos, en 1980 esta cifra se redujo a 45. Estas reformas facilitaron la atracción de inversiones extranjeras y generaron un entorno favorable para el desarrollo económico sostenido. El resultado fue un Chile más próspero, libre y competitivo. Actualmente, el país lidera América Latina en el Índice de Libertad Económica, ocupando el puesto 18 a nivel mundial, y ha sido clasificado como una economía “mayormente libre”. En 2010, Chile se convirtió en el primer país latinoamericano en ingresar a la OCDE, consolidando su reputación internacional como un país con buena gobernanza, institucionalidad y apertura económica.
Estos casos ilustran dos modelos opuestos de gestión estatal: uno basado en la eficiencia gubernamental y otro en el populismo destructivo. Un país, como una empresa, debe gestionar sus recursos con foco en resultados, productividad y sostenibilidad. La apertura comercial, la solidez institucional y el respeto por la propiedad privada no solo fomentan el crecimiento económico, sino que también mejoran la calidad de vida de la población. En América Latina, los países con mayores ingresos per cápita, menor desigualdad, mejores servicios públicos y estabilidad política son también aquellos con altos niveles de libertad económica. Por el contrario, aquellos que adoptan modelos intervencionistas, rígidos y centralizados limitan la inversión, frenan la innovación y condenan a su población a ciclos de pobreza y dependencia.
En definitiva, la prosperidad de una nación depende menos del tamaño del Estado y más de la calidad de su gobernanza. La gestión técnica, profesional y orientada a resultados debe prevalecer sobre el carisma político, la ideología y las promesas vacías. Solo así será posible transformar los abundantes recursos y el potencial humano de América Latina en bienestar colectivo y desarrollo sostenible.
Doctorado en Economía por la Universidad de Salamanca (España), maestría en Administración de Negocios por la Universidad de Santa Maria (Brasil) y Licenciado en Administración por la Universidad de Cruz Alta (Brasil). Es profesor de ciencias económicas, finanzas y gestión de negocios en varios institutos de educación superior en Brasil. Es director de la firma Kruel Consultoria LTDA, con amplia experiencia en proyectos financieros y de desarrollo sectorial.