El día en que la inteligencia artificial conquistó Wall Street

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En el cierre de la sesión bursátil del 28 de octubre de 2025, la pantalla del Nasdaq parpadeó con un número que parecía sacado de una distopía financiera: cinco billones de dólares. Nvidia, la empresa que hace quince años era conocida sobre todo por fabricar tarjetas gráficas para videojuegos, acababa de convertirse en la primera compañía del planeta en alcanzar esa cifra de valoración. El salto final —148 dólares por acción en un solo día— no fue casualidad: fue el clímax de una carrera que no ha dejado de acelerarse desde que ChatGPT demostró al mundo que la inteligencia artificial no era un juguete de laboratorio, sino el nuevo petróleo.

Todo comenzó con un chip. El H100, lanzado en 2022, se agotó en cuestión de horas y obligó a las grandes tecnológicas a hacer fila como si se tratara de entradas para un concierto. Luego llegó el H200, más rápido y eficiente, y después el Blackwell, que prometía cuadruplicar la capacidad de entrenamiento de los modelos de lenguaje masivo. Cada versión no era solo un producto: era una declaración de guerra en la frontera invisible que separa la ciencia ficción de la vida cotidiana. Mientras tanto, los centros de datos de Microsoft, Google, Meta y Amazon se llenaban de racks negros con el logo verde de Nvidia; cada uno consumía tanta electricidad como un pueblo mediano.

El mercado chino, cerrado durante años por las restricciones de exportación, se abrió de golpe la semana pasada. Washington flexibilizó las licencias para chips de menor potencia, y Pekín respondió con pedidos masivos a través de intermediarios en Singapur y Dubái. Los analistas estiman que solo en el cuarto trimestre ingresarán en China un millón doscientas mil unidades de la serie GB200, suficientes para entrenar modelos que podrían rivalizar con los de OpenAI en menos de dieciocho meses. Esa noticia bastó para que los fondos de inversión, desde Tokio hasta Nueva York, apretaran el botón de compra sin mirar atrás.

Pero el dominio de Nvidia no se limita al hardware. Es un ecosistema. Su lenguaje de programación, CUDA, se ha convertido en el esperanto de la inteligencia artificial: quien desee entrenar un modelo grande no tiene más remedio que pasar por sus puertas. Miles de startups que soñaron con alternativas abiertas terminaron rindiéndose ante la evidencia: la red de desarrolladores, las bibliotecas optimizadas y la compatibilidad con frameworks como PyTorch y TensorFlow hacen que cambiar de proveedor sea casi tan doloroso como trasplantar un cerebro humano a otro cuerpo.

El impacto trasciende Wall Street. En Taiwán, TSMC tuvo que detener líneas de producción de chips para automóviles a fin de priorizar las obleas de Nvidia. En Oregón, las plantas de enfriamiento líquido operan turnos de 24 horas. En Islandia, una central geotérmica que abastecía a una población entera fue redirigida para alimentar un clúster de supercomputadoras. La cadena global de suministro se ha reconfigurado en torno a un solo nombre, y eso genera tanto admiración como temor.

Porque cinco billones no son solo una cifra: es más que el PIB combinado de Japón y Alemania. Es suficiente para comprar todas las acciones de Apple y todavía sobraría para adquirir Tesla dos veces. Es la prueba de que la economía del siglo XXI ya no se mide en barriles de petróleo ni en toneladas de acero, sino en teraflops y en la capacidad de predecir el siguiente token de una frase que nadie ha escrito aún.

Los críticos advierten sobre los riesgos. La concentración de poder en una sola empresa recuerda a los monopolios petroleros de principios del siglo XX. Si Nvidia decidiera subir precios o restringir el suministro, el desarrollo global de la inteligencia artificial podría frenarse en seco. Circulan rumores de que el Departamento de Justicia estadounidense prepara una investigación antimonopolio, y en Bruselas ya se discute gravar los “beneficios extraordinarios” del sector. Entretanto, competidores como AMD, Intel y las startups chinas Biren o Cambricon intentan arañar cuota de mercado, pero la distancia es abismal: Nvidia controla el 92 % de los aceleradores utilizados para entrenar modelos de gran escala.

Jensen Huang, el carismático CEO que suele vestir camisetas de cuero y hablar de “la nueva era de la computación”, celebró el hito con una frase que sintetiza la filosofía de su compañía: “No vendemos chips; vendemos el futuro”. Y el futuro, al parecer, tiene un precio que el mercado está dispuesto a pagar sin pestañear.

Cuando el campanazo final resonó en el Nasdaq, miles de empleados de Nvidia en Santa Clara descorcharon botellas de champaña. Algunos habían llegado a la empresa con sueldos modestos y ahora eran millonarios en papel. Otros, más jóvenes, apenas comprendían la magnitud del momento. Pero todos sabían que el camino no termina aquí. El próximo objetivo —susurrado en los pasillos— es alcanzar el billón de dólares en ingresos anuales antes de 2030. Para lograrlo, deberán seguir alimentando a la bestia que ellos mismos crearon: una inteligencia artificial que ya no cabe en un solo servidor, ni en un solo país, ni en la imaginación de quienes alguna vez pensaron que los videojuegos eran el límite de la tecnología gráfica.

Cinco billones de dólares. Un número redondo que marca el inicio de una era en la que el poder ya no se mide en portaaviones ni en cabezas nucleares, sino en la cantidad de ceros que una empresa puede añadir a su valoración mientras el mundo aprende, poco a poco, a hablar en lenguaje de IA.

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