
El domingo 23 de noviembre, Suiza volvió a hacer lo que mejor sabe hacer: consultar directamente a su población sobre asuntos que en la mayoría de los países serían impensables para un referéndum. Y esta vez, los suizos rechazaron con claridad dos propuestas defendidas con entusiasmo por sectores progresistas: obligar a las mujeres a realizar el servicio militar en igualdad con los hombres y establecer un impuesto más alto al patrimonio de las grandes fortunas. El resultado fue contundente: el 58 % votó en contra de la conscripción femenina y casi el 63 % dijo “no” a la subida fiscal. A primera vista parecería un giro conservador, pero el trasfondo es más complejo y revela mucho sobre el pensamiento político de la sociedad suiza actual.
Comencemos por el servicio militar. En Suiza, todos los hombres sanos deben cumplir entre 18 y 21 semanas de instrucción militar a los 18 o 19 años, para luego permanecer en la reserva hasta los 30 —o más, en el caso de quienes ascienden a rangos superiores—. Las mujeres siempre han podido enlistarse voluntariamente, aunque menos del 1 % lo hace. La iniciativa buscaba igualar esta obligación para ambos sexos. Sin embargo, perdió con fuerza por una razón que sorprendió incluso a sus impulsores: muchas mujeres, especialmente las más jóvenes, no querían que la igualdad les llegara por la vía de la imposición. Durante los debates, una frase se repitió una y otra vez: “No necesitamos que nos obliguen a ser iguales; ya lo somos”. Para ellas, la igualdad real pasa por la libertad de elegir, no por un mandato estatal. A esto se sumó el peso emocional entre padres y madres, que imaginaron a sus hijas en cuarteles, alejadas de sus estudios o primeros empleos. El rechazo, paradójicamente, fue mayor entre las mujeres que entre los hombres.
El segundo rechazo fue para el impuesto del 1,5 % sobre patrimonios superiores a 100 millones de francos suizos (unos 105 millones de euros). Aunque Suiza ya grava el patrimonio, las tasas son significativamente inferiores a las europeas —en Ginebra, por ejemplo, el tipo máximo ronda el 0,7 %—. La izquierda aspiraba a recaudar unos 4.000 millones de francos anuales destinados a financiar pensiones y políticas climáticas. Su campaña apeló a la justicia social y al argumento de que “los ricos pueden pagar”. La campaña del “no” activó dos mensajes que encontraron terreno fértil. El primero: muchos multimillonarios simplemente se marcharían, como ocurrió cuando Francia elevó su carga fiscal y cientos de contribuyentes adinerados emigraron precisamente a Suiza. El segundo: la clase media suiza, que suele tener cierto patrimonio acumulado —una vivienda, ahorros o planes de pensión—, temió que este fuera el primer paso para ampliar la base del impuesto. En otras palabras: “hoy son los millonarios; mañana seremos nosotros”.
Lo llamativo es que ambos rechazos no fueron una victoria exclusiva de la derecha. Partidos de centro e incluso socialdemócratas moderados defendieron el “no”. Suiza continúa siendo uno de los países más igualitarios del mundo —baja desigualdad, salarios altos, servicios públicos de primer orden—, pero se resiste tanto a la ingeniería social como a la fiscalidad punitiva. Prefiere un equilibrio basado en libertad individual, responsabilidad personal y consensos amplios, antes que reformas que suenen a imposición desde arriba. El mensaje transmitido por las urnas fue nítido: “No nos obliguen a ser más iguales de lo que ya somos, y no pongan en riesgo lo que hemos construido con esfuerzo”.
En síntesis, Suiza rechazó la idea de que la igualdad de género se conquista con botas militares y que la justicia social se logra persiguiendo fiscalmente a los más ricos. Un recordatorio pragmático —y profundamente suizo— de que las buenas intenciones no siempre generan buenas políticas. Muchos países europeos, más inclinados a los gestos simbólicos, harían bien en tomar nota.



