El método científico como forma de gestión: el papel de la ciencia en la transformación social y económica

Eje Global

Desde el nacimiento, somos preparados por nuestros padres y por el sistema educativo para comprender el mundo, adquirir conocimiento y, gradualmente, conquistar autonomía sobre nuestras propias decisiones. Sin embargo, a medida que maduramos e ingresamos en el mercado laboral, percibimos que la búsqueda de una vida digna —con estabilidad financiera, vivienda, consumo responsable y bienestar social— no se produce sin desafíos. En este contexto, el mundo corporativo se presenta como un espacio lleno de oportunidades, donde la eficiencia y la gestión forman parte de la mejora continua, pero también cargado de presiones, trampas y crisis recurrentes. Muchas de estas dificultades no derivan únicamente de las dinámicas del mercado, sino también de la inestabilidad política, de gestiones públicas ineficientes y de la búsqueda incesante de los gobiernos por mantener el poder. Así, comprender las interacciones entre economía, gobernanza y el entorno corporativo se torna esencial para analizar tanto los obstáculos como las potencialidades del desarrollo empresarial e individual.

Vivimos en una era en la que la tecnología ha alcanzado un nivel de sofisticación capaz de resolver gran parte de los desafíos sociales que han marcado nuestra historia: desde la automatización productiva hasta los avances en inteligencia artificial, biotecnología y energías renovables. Nunca antes dispusimos de tantos recursos para promover una sociedad más justa, saludable y sostenible. No obstante, la realidad demuestra que seguimos siendo rehenes de modelos de pensamiento basados en la escasez, en el poder centralizado y en estructuras institucionales obsoletas. Persistimos en valores y prácticas que ya no responden a las necesidades del mundo contemporáneo. En este escenario, la contradicción es evidente: ¿cómo es posible que aún hablemos de pobreza, hambre y desigualdad en una sociedad que dispone de oportunidades y herramientas tecnológicas capaces de mitigar o incluso eliminar tales problemas? La respuesta radica menos en la falta de recursos y más en la ausencia de gobernanza eficiente, de innovación aplicada y de un cambio de paradigmas sociales y corporativos.

Los gobiernos, en gran parte, aún estructuran sus legislaciones de manera que favorecen intereses políticos, grandes corporaciones y monopolios, permaneciendo atados a una lógica de poder que poco considera la eficiencia y el uso racional de los recursos naturales en beneficio de la dignidad colectiva. Esta desconexión entre gobernanza y sostenibilidad profundiza dilemas globales que ya han sido evidenciados por diversas investigaciones, las cuales señalan que la huella ecológica de la humanidad ha superado los límites aceptables de regeneración del planeta. Los ecosistemas se encuentran en una ruta de degradación acelerada, y la naturaleza sufre los impactos de la explotación depredadora, impulsada por una cultura de crecimiento ilimitado y de codicia orientada al lucro y al poder. Esta dinámica representa una amenaza real: el cambio climático, la contaminación del aire, del suelo y de las aguas comprometen la salud pública y amplían los riesgos sistémicos para las futuras generaciones. En lugar de dirigir la tecnología y el método científico hacia soluciones inteligentes y sostenibles, seguimos consumiendo y destruyendo recursos naturales no renovables a un ritmo incompatible con el equilibrio ambiental y social.

Los problemas y las soluciones que enfrentamos como humanidad dependen, de manera directa, del esfuerzo colectivo. Somos todos parte de una red global interconectada, donde cada acción —ya sea respecto a las personas o al medio ambiente— genera impactos que retornan hacia nosotros mismos. En esta perspectiva, se torna urgente repensar nuestra dirección y nuestro propósito como sociedad. Necesitamos adoptar alternativas sostenibles no solo en el ámbito ambiental, sino también en los campos financiero y político. Los gobiernos que no incorporan esta mentalidad dejan de estar comprometidos con la solución de los problemas reales y con la construcción de un mundo viable para las próximas generaciones. Por el contrario, permanecen atrapados en prácticas clientelistas, favoreciendo a grupos específicos, perpetuando la concentración de poder y la permanencia de privilegios en detrimento del bien común.

La regla es simple: gobernar una nación significa favorecer a su pueblo, mejorar la eficiencia de la vida cotidiana y proveer los medios —junto con el uso de la tecnología— que puedan transformar los problemas de toda una sociedad. La recaudación gubernamental constituye el instrumento viable para la materialización de dicha transformación. En este sentido, endeudar a las futuras generaciones en beneficio de la actual no es aceptable; utilizar el poder de manera indebida, favorecer sectores específicos o emplear la maquinaria pública para satisfacer a aliados políticos son prácticas del pasado. Debemos construir sistemas y tecnologías coherentes con una estructura de poder que beneficie a todos, que contemple un proyecto futuro sostenible, viable y que favorezca el crecimiento económico.

La esencia de gobernar una nación debe centrarse en el bienestar de su pueblo, promoviendo la eficiencia en la vida cotidiana y garantizando medios que utilicen la tecnología y el método científico como herramientas de transformación social. El futuro exige sistemas de gobernanza y tecnologías alineadas con una estructura de poder que favorezca a la colectividad, reduzca desigualdades, mitigue problemas sociales y establezca un proyecto sostenible y viable, capaz de impulsar el crecimiento económico y asegurar la dignidad de las próximas generaciones.

Para que las políticas públicas sean eficaces, es indispensable que los gobiernos estén alineados con profesionales cualificados, capaces de aplicar el conocimiento técnico y científico en la formulación y ejecución de soluciones tanto a corto como a largo plazo. Un gobierno no puede darse el lujo de tener ministros sin dominio en sus áreas de actuación, como un ministro de Economía que desconozca fundamentos económicos o un ministro de Infraestructura sin formación en ingeniería. El método científico constituye un antídoto contra los vicios, los prejuicios y las decisiones basadas únicamente en intuiciones u opiniones personales. Este valida las prácticas a partir de evidencias, estableciendo con claridad lo que funciona y lo que no. Por ello, debe ser adoptado como base fundamental en la gestión pública y, sobre todo, reconocido por la sociedad como referencia legítima para orientar políticas de Estado. De este modo, cada nuevo gobierno podría dar continuidad a proyectos estructurales, respetando conclusiones fundamentadas en la investigación científica, en lugar de sustituirlas por decisiones movidas por intereses inmediatos o intuiciones políticas.

Los campos de la ciencia, como la matemática, la ingeniería o la química, se fundamentan en un lenguaje descriptivo universal, que deja poco espacio para interpretaciones subjetivas, vagas o ambiguas. Un cálculo estructural aplicado al ala de un avión o a la construcción de un puente no varía según el país, sino únicamente de acuerdo con la dimensión y la naturaleza del proyecto. Surge, entonces, un cuestionamiento inevitable: ¿por qué tales prerrogativas de objetividad y rigor no son adoptadas en las estructuras de gobierno? ¿Por qué, incluso frente a lecciones históricas, seguimos repitiendo errores de gobernanza ya cometidos en otras naciones? ¿Y por qué aún depositamos expectativas en “salvadores de la patria”, sostenidos por discursos elocuentes o ideologías políticas, en lugar de priorizar la racionalidad técnica y la planificación científica?

De esa forma, curiosamente, la ciencia es ampliamente aceptada y valorada cuando se aplica a áreas tangibles, como en cirugías, construcciones, máquinas o equipos, pero raramente es utilizada con el mismo prestigio en la planificación de políticas sociales, en la formulación de programas de asistencia o en la propia estructuración de los gobiernos. El resultado es que nuestras sociedades permanecen rehenes de improvisaciones políticas y de decisiones poco fundamentadas. Si la organización social de los gobiernos estuviera regida por principios científicos, apoyada en evidencias y en la experimentación sistemática, sería plausible imaginar un mundo con instituciones más eficientes, sociedades más justas y una calidad de vida más elevada.

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Doctorado en Economía por la Universidad de Salamanca (España), maestría en Administración de Negocios por la Universidad de Santa Maria (Brasil) y Licenciado en Administración por la Universidad de Cruz Alta (Brasil). Es profesor de ciencias económicas, finanzas y gestión de negocios en varios institutos de educación superior en Brasil. Es director de la firma Kruel Consultoria LTDA, con amplia experiencia en proyectos financieros y de desarrollo sectorial.

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