El autoritarismo y el militarismo son el marco de una represión de alto impacto.

Después de la matanza de Tlatelolco de 1968, el presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-70) quedó estigmatizado como un gobernante autoritario, intolerante y asesino, quedando eclipsado cualquier otro aspecto de su gobierno; aún más cuando él mismo aceptó la responsabilidad total por los trágicos acontecimientos.
Desde entonces, cada año el “2 de octubre no se olvida” es el grito emblemático de las manifestaciones y protestas sociales, protagonizadas principalmente por las fuerzas de izquierda, quienes han convertido a Díaz Ordaz —quien concentraba en su persona todo el poder del Estado— en sinónimo absoluto de autoritarismo y represión.
Pero resulta que dicha matanza solo fue el hecho culminante de una política de mano dura que ejerció Díaz Ordaz, incluso desde que fue secretario de Gobernación con su antecesor Adolfo López Mateos. Los movimientos ferrocarrilero, magisterial, agrarista, etc., fueron víctimas de la represión gubernamental, y todavía se recuerda cómo fueron sofocadas las huelgas, los reclamos y, no se diga, el crimen del legendario líder cañero Rubén Jaramillo a manos del ejército en el sexenio lopezmateísta.
Recién llegado a la presidencia, Díaz Ordaz enfrentó la insurgencia de los médicos residentes e internos, quienes demandaban mejores condiciones salariales (los más jóvenes ganaban menos del salario mínimo) y laborales. La forma en que el presidente manejó este problema reveló el “modus operandi” (estrategia de contrainsurgencia en términos militares) de su gobierno con los movimientos sociales.
La cuna del paro galeno fue el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE. La respuesta de la autoridad fue el cese fulminante de más de 200 paristas, quienes publicaron una carta abierta a Díaz Ordaz con un pliego petitorio que pedía la recontratación de los despedidos, incremento de las becas y mayor acceso a los estudios de posgrado, entre otras demandas.
La cerrazón gubernamental hizo crecer la protesta, que se extendió a más hospitales de la capital y del interior del país. Promesas presidenciales motivaron el levantamiento del paro, pero los residentes fueron objeto de una campaña de desprestigio y ataques por parte de todo el aparato del Estado y los medios de comunicación. Ello no impidió que el movimiento creciera, y surgió la Alianza Médica. Aun cuando una comisión se reunió con Díaz Ordaz, no obtuvieron respuesta satisfactoria a sus demandas, sino por el contrario: las agresiones contra la AM se acrecentaron, incluyendo el despido de prominentes médicos y las amenazas de hacerlo con los residentes y demás paristas, a quienes acusaban de graves delitos (homicidio por omisión, asociación delictuosa, etc.). Incluso se autorizó un incremento salarial para debilitarlos y forzar su disolución.
Lo anterior fue el inicio de la mano dura, ya que el gobierno utilizó dicha estrategia para acallar las protestas, entre ellas las normalistas, magisteriales y universitarias en Michoacán, Sonora, Sinaloa y Guerrero, donde incluso comenzó una guerra sucia contra organizaciones sociales y guerrillas. Estos conflictos reflejaban el desgaste del régimen (particularmente los jóvenes clasemedieros rechazaban el sistema priista) y su debilidad al recurrir con más frecuencia a la fuerza policial y militar (sin ninguna voluntad real de diálogo), pese a que la oposición partidista era muy débil, casi inexistente.
Ello se evidenció con el movimiento estudiantil del 68, cuando las descalificaciones y amenazas presidenciales (Díaz Ordaz no aceptaba más desafíos a su autoridad e investidura), las campañas de desprestigio (contra la “conjura internacional comunista”), las golpizas policiales a los manifestantes (incluyendo el hostigamiento y la infiltración de sus masivas movilizaciones, y el desalojo violento del Zócalo), la criminalización de la protesta y las huelgas, los muertos, heridos, presos y desaparecidos políticos, los ataques e intervención militar de las escuelas y de Ciudad Universitaria, y la negativa al diálogo público con los dirigentes estudiantiles elevaron las tensiones y complicaron el conflicto.
Ante la inminencia de las Olimpiadas, el presidente decidió acabar de tajo con el conflicto y, en un mitin en la Plaza de las Tres Culturas, montó una provocación contra el ejército para que este agrediera a los jóvenes, lo que resultó en una sangrienta emboscada, con un saldo indeterminado de muertos, heridos y desaparecidos.
Cincuenta años después, el régimen obradorista puso fin al proceso democratizador y restauró el presidencialismo imperial, que concentra todo el poder del Estado en el Ejecutivo, el partido hegemónico, el fraude electoral, la intolerancia a la crítica, la persecución política (y asesinato) de opositores, la militarización y la represión de los manifestantes disidentes, entre otros aspectos que caracterizaron a nuestro país durante más de 70 años, aunque ahora bajo la forma de un Narcoestado.
Una prueba de una represión de alto impacto al estilo Díaz Ordaz fue el manejo que hizo la presidente Claudia Sheinbaum de la marcha convocada por la generación Z el pasado 15 de noviembre, en la que también participaron el movimiento del sombrero y otros actores que sumaron aproximadamente 200 mil personas (solo en la capital del país, ya que también hubo otras movilizaciones en los estados).
La estrategia contrainsurgente o guerra de baja intensidad adoptada por Sheinbaum tuvo las siguientes etapas y características:
- el uso intensivo de la propaganda para descalificar y desacreditar a los convocantes, acusándolos de ser parte de una “conjura internacional de la derecha” para desestabilizar al país;
- una campaña de desgaste mediático y de redes sociales contra los opositores para preparar el terreno para la represión e inhibir la participación en la marcha;
- la movilización de grupos parapolíticos —CNTE— y paramilitares —bloque negro— para justificar la presencia de granaderos antes y durante la protesta en el primer cuadro y, sobre todo, en el Zócalo, apropiado por el gobierno como en los tiempos de Díaz Ordaz;
- el montaje de una celada, de un cerco policiaco y de provocadores que activaran la violencia contra los manifestantes;
- la aprehensión de diversos manifestantes bajo fuertes cargos penales —como homicidio— y la criminalización de la protesta (aunque no hubo balazos sí hubo sangre), a fin de intimidar futuros reclamos que pudieran amenazar o, al menos, empañar el Mundial de Futbol del 2026.
Por ello, se han establecido paralelismos con la situación de 1968; pero más allá de las evidentes diferencias (por ejemplo, en la actualidad el entorno socioeconómico es, por mucho, más crítico), la represión de la generación Z ha desnudado el carácter cuasitotalitario del régimen obradorista, ahora encabezado por Claudia Sheinbaum.
Finalmente, resulta interesante citar al Consejo Nacional de Huelga del 68:
“En México se ha totalizado a tal extremo el sistema de opresión política y de centralismo en el ejercicio del poder, desde el nivel del gendarme hasta el presidente, que una simple lucha por las mínimas libertades democráticas (como la manifestación en las calles y pedir que sean liberados los presos políticos) confronta al más común de los ciudadanos con el aplastante aparato de Estado y su naturaleza de dominio despótico, inexorable y sin apelación posible”.
Cincuenta y siete años después, sigue vigente su lucha, y la represión solo acumulará las tensiones y escalará los conflictos que, como ayer, deberán desembocar, más temprano que tarde, en una nueva transición democrática.
Catedrático de la UNAM desde 1984. Doctor en Estudios latinoamericanos, experto en temas de historia de México y América Latina, de política internacional, socialdemocracia y populismo. Autor de 10 libros, entre los que se encuentran: Origenes y nacimiento de la autonomía universitaria en América Latina; Orígenes del pensamiento político en México y Pensamiento Político Socialdemócrata I. Ha sido Columnista del periódico Excélsior y de la revista Capital Político, entre otras. Fundador del Partido Socialdemócrata y Secretario de Ideología por ese partido.



