Mientras el país celebra, nosotras contamos ausencias: el duelo feminista en diciembre

Eje Global

Diciembre llega con luces, canciones y reuniones que buscan cerrar el año con alegría. Las calles se llenan de dorados, los comercios anuncian ofertas, las familias planean cenas. México se prepara para celebrar. Pero en miles de hogares, diciembre no suena a fiesta: suena a eco. A una silla que nadie ocupará este año. A un nombre que las autoridades se acostumbraron a archivar. A una foto que ahora es altar.

Para muchas madres, hijas, hermanas y amigas, diciembre es también el mes en que la herida se abre otra vez. Porque, mientras el país brinda, ellas cuentan ausencias. Y en cada ausencia hay una historia interrumpida por feminicidio o desaparición; un proyecto de vida que el Estado no protegió y que después tampoco buscó. No se apaga una luz: se apagan todos los futuros que ella merecía vivir.

Las familias que buscan a sus desaparecidas no tienen descanso decembrino. Sus días no se organizan alrededor de posadas, sino alrededor de rastreos improvisados, reuniones con autoridades que vuelven a prometer lo que no cumplen, revisiones de carpetas que nadie mueve. Ellas han sustituido la palabra “esperanza” por “resistencia”, no porque hayan dejado de amar, sino porque amar en México implica luchar contra el olvido institucional.

En los hogares donde ocurrió un feminicidio, diciembre se vuelve también una fecha peligrosa: es el mes en que la impunidad muerde más fuerte. Las familias deben ver cómo la vida sigue —la ciudad se llena de luces, los noticiarios hablan de turismo, los funcionarios felicitan a la población— mientras su propia vida quedó atrapada en una noche que no termina. Sus luchas por justicia se enfrentan a un aparato que archiva más rápido de lo que investiga, que protege a agresores, que normaliza la muerte de mujeres como parte del paisaje.

Por eso, diciembre no es un mes neutro: es un recordatorio del país que somos. Un país donde, según las cifras oficiales que se repiten sin vergüenza, desaparecen mujeres cada día; donde los feminicidios se clasifican como “homicidios” para no manchar la estadística; donde cada silla vacía es una muestra de cómo la violencia estructural atraviesa la vida cotidiana incluso en los meses que supuestamente están dedicados a la paz y la unión.

Pero diciembre también tiene otra cara: la de las familias que, en lugar de rendirse, levantan altares, marchan, escriben, abrazan a otras familias rotas y le dan sentido nuevo a la palabra comunidad. La de las colectivas feministas que acompañan, preguntan, sostienen. La de las mujeres que, en medio del dolor, siguen encendiendo una luz que no adorna: denuncia.

Hay una fuerza política en este duelo: la memoria. La memoria que incomoda, que exige, que no permite que el país se distraiga con villancicos mientras miles de niñas y mujeres siguen sin aparecer. La memoria que se vuelve resistencia colectiva cada vez que una madre decide que no decorará un árbol sin antes nombrar a su hija. La memoria que, en México, es también herramienta de sobrevivencia.

Diciembre debería ser tiempo de abrazo. Pero, para miles, es tiempo de sobrevivencia y de lucha. Por eso, este texto no es un cierre de año: es un recordatorio. Mientras el país celebra, nosotras contamos ausencias. Y las contaremos una y otra vez, hasta que ninguna niña, ninguna mujer, ningún hogar tenga que enfrentar una silla vacía por culpa de la violencia y de un Estado que aún no elige la vida como prioridad.

Porque diciembre también es memoria. Y mientras la memoria exista, no habrá sistema que pueda obligarnos a callar.

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Abogada y maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Guadalajara. Especializada en temas de género, prevención de las violencias, derechos humanos y políticas públicas, así como en la agenda de las juventudes.

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