
En la actualidad, las organizaciones enfrentan un entorno de alta complejidad donde las crisis no siempre aparecen de manera inesperada, sino como el resultado acumulado de tensiones internas y desconexiones con el entorno. Desde la teoría sistémica, una organización es un sistema abierto que sobrevive gracias a su capacidad de importar recursos, transformarlos en valor y devolverlos al entorno. Cuando alguna parte del sistema deja de responder a estas exigencias, ya sea un área, un proceso o un equipo, el equilibrio se ve comprometido y se abre la posibilidad de una crisis organizacional.
Autores como Katz y Kahn señalaron desde 1978 que la supervivencia de las organizaciones depende de la capacidad de “importación” de insumos del entorno y de su transformación en outputs útiles. Una crisis surge cuando esta cadena se bloquea o cuando la organización no logra articular sus recursos internos para mantener la circulación vital entre los diferentes subsistemas. Esto muestra que no se trata solo de recursos materiales o financieros: el capital humano es el verdadero eje que mantiene la dinámica entre el adentro y el afuera de la organización.
Cuando una parte del sistema no funciona, el error común de muchas empresas latinoamericanas es aislar o culpar a esa área disfuncional. Sin embargo, desde la visión sistémica, ningún subsistema tiene sentido si no se encuentra en interacción constante con el todo. Por eso, más que marginarlo, la tarea es reconectarlo, replantear su rol, clarificar sus responsabilidades y permitir que su valor agregado se integre de nuevo a la cadena organizacional. Una reestructuración bien llevada no busca sustituir piezas, sino reequilibrar conexiones.
El gran desafío de muchas empresas en América Latina es que todavía cargan con herencias estructurales rígidas, jerarquías muy verticales y culturas organizacionales basadas en el control más que en la confianza. Eso dificulta el paso hacia patrones más estables y resilientes. La resistencia no proviene solo de la estructura, sino también de los hábitos mentales de los propios líderes y equipos. En lugar de fomentar colaboración transversal, se mantiene la lógica de silos; en lugar de distribuir la toma de decisiones, se concentra todo en pocas manos. Este estilo hace que las organizaciones sean frágiles frente al cambio, porque cualquier falla en un nodo central desestabiliza al conjunto.
El camino hacia una organización más estable requiere un cambio más profundo: pasar de ver al capital humano como un recurso operativo a reconocerlo como un subsistema inteligente, capaz de aprender, adaptarse y guiar la transformación. Esto implica diagnosticar cómo interactúan las personas, redefinir roles estratégicos, abrir procesos de aprendizaje continuo que no solo corrijan errores, sino que cuestionen supuestos de fondo, y fomentar una cultura de colaboración y retroalimentación donde cada área comprenda su papel dentro de un engranaje mayor.
Las reestructuraciones, cuando se realizan desde esta mirada, tienen implicaciones profundamente positivas. No solo corrigen ineficiencias, sino que fortalecen el tejido organizacional, aumentan la resiliencia y generan un ambiente de confianza donde la innovación puede florecer. El capital humano deja de ser un recurso pasivo y se convierte en el motor de estabilidad y cambio. Más aún, cuando los equipos se empoderan y se les otorga autonomía, la organización gana velocidad de respuesta frente a un entorno incierto. La reestructuración deja de ser un proceso traumático para convertirse en un acto de renovación colectiva, donde las personas se reconocen como agentes de valor y no como piezas reemplazables.
En última instancia, las organizaciones que logran sostenerse en contextos de incertidumbre no son las que cuentan con más recursos financieros o tecnológicos, sino aquellas que han desarrollado la capacidad de reconectar, adaptarse y aprender a través de su capital humano. Porque la verdadera fuerza de un sistema no está en sus partes aisladas, sino en la calidad de sus interacciones y en la vitalidad de las personas que lo habitan.
En definitiva, toda organización concebida como sistema abierto depende de la calidad de su interacción con el entorno. Pero esa interacción no es abstracta: se materializa en las personas que conforman el capital humano. Invertir en ellas no es un gasto accesorio, sino una apuesta estratégica por la sostenibilidad. Cuando los equipos están formados, motivados y conectados, la organización mantiene su capacidad de importar insumos, transformarlos y generar respuestas útiles al contexto. Allí reside la verdadera resiliencia: no en estructuras rígidas, sino en sistemas vivos donde el capital humano actúa como el núcleo que da sentido, dirección y posibilidad de adaptación. Apostar por el capital humano, en clave sistémica, es garantizar que la organización tenga futuro.
Soy politóloga con mención en Relaciones Internacionales, egresada de la Universidad Central de Venezuela, y cuento con una trayectoria académica y profesional enfocada en el análisis político, social y empresarial. Mi formación se complementa con un Máster en Administración y Dirección de Empresas, así como una especialización en Coaching y Programación Neurolingüística, ambos cursados en la Escuela de Negocios Europea de Barcelona, España.
A lo largo de mi carrera, he tenido la oportunidad de desempeñarme como asesora política en campañas electorales, diseñando estrategias fundamentadas en un profundo análisis del entorno y las dinámicas sociopolíticas. Asimismo, he ocupado roles de liderazgo como coordinadora en empresas privadas, donde he desarrollado habilidades en planificación, gestión de proyectos y trabajo en equipo.
Mi compromiso con el trabajo social me ha llevado a liderar iniciativas en colaboración con organizaciones no gubernamentales, orientadas a promover el desarrollo de comunidades vulneradas indígenas, generando un impacto positivo en el tejido social.