Política-show en la era del algoritmo” — cómo el “cebo de ira” redefine la comunicación política

Eje Global

En 2025, Oxford University Press eligió rage bait como la palabra del año, un reconocimiento que parece más diagnóstico que celebración: vivimos en un ecosistema donde la política ya no busca persuadir sino provocar, donde la visibilidad depende de la ira y donde el algoritmo —esa maquinaria silenciosa que decide qué vemos y qué ignoramos— se alimenta de nuestra indignación como si fuera combustible infinito. El rage bait no es solo contenido diseñado para molestar; es una estrategia comunicacional convertida en práctica de poder. Allí donde antes primaban la deliberación y el debate, ahora dominan la polémica, el insulto viral y el escándalo instantáneo. Es, en rigor, una nueva forma de narrar la política, lo que podríamos llamar una narrarquía digital: el dominio de narrativas que no informan sino que incendian, que no explican sino que agitan, que no buscan verdad sino viralidad.

No es casual que este clima tenga rostros identificables. Uno de los pioneros es Donald Trump. Su carrera política moderna no habría existido sin el algoritmo. Y Trump lo sabe. Por eso, desde sus primeras campañas, convirtió la provocación en un arma electoral. Su frase “Podría pararme en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien y no perdería votos” nunca fue un error de comunicación: fue un golpe calculado, un mensaje diseñado para demostrar que su base era emocional, identitaria y casi blindada a la crítica. Esa frase no estaba hecha para convencer, sino para escandalizar. Y el escándalo, amplificado por redes y medios, fue su estrategia perfecta. Cada polémica era un episodio más de un reality show político donde lo fundamental no eran los hechos, sino la capacidad de dominar la conversación.

Algo similar ocurre con Javier Milei en Argentina, quien desde antes de llegar al poder convirtió el insulto a los “zurdos” y la demonización de la “casta” en parte central de su marca personal. Para sus seguidores, esa agresividad es autenticidad; para sus críticos, es una maquinaria constante de odio. Pero en ambos casos hay un patrón: la polémica genera engagement, el engagement se convierte en visibilidad y la visibilidad, en poder.

A este escenario se suma un caso latinoamericano reciente que ilustra de forma radical el salto definitivo de la política hacia las redes: Edmand Lara en Bolivia, un vicepresidente que no viene de estructuras partidarias tradicionales, ni de los círculos académicos, ni de los movimientos sociales, sino directamente de TikTok. Un político nacido del algoritmo, moldeado por la lógica del video corto, la indignación inmediata y el lenguaje frontal sin filtros. Su ascenso político se dio a partir de denuncias contra corrupción policial, narradas en tono de influencer, con un estilo que mezcla acusaciones directas, dramatización y una retórica de justiciero solitario. Ese performance digital fue suficiente para construir una audiencia masiva y convertirlo en candidato a la vicepresidencia junto a Rodrigo Paz.

Pero la llegada al poder expuso las fragilidades de ese modelo. Lo que en TikTok parecía espontáneo y atractivo, en la esfera gubernamental se vuelve problema estructural. Lara no ha abandonado su estilo, y lo que en campaña era visto como autenticidad, ahora se percibe como falta de comunicación institucional, ausencia de estrategia y desorden político. En un acto público reciente criticó directamente al propio presidente Paz y a su vocera, acusándolos de rodearse de “gente de la peor calaña”. Ese enfrentamiento interno, transmitido y comentado en redes como si fuera parte de una serie, ha generado tensiones reales dentro del gobierno, afectando su cohesión y su credibilidad. La política boliviana se encuentra así frente a un experimento inédito: ¿puede un vicepresidente-influencer coexistir con un gobierno que necesita estabilidad, mensajes coherentes y vocerías cuidadas?

La respuesta parece, por ahora, incierta. Lo que sí está claro es que la lógica algorítmica incentiva comportamientos que chocan con la gobernabilidad democrática. El problema no es solo Lara; es el modelo que lo hizo posible. Los algoritmos de redes sociales priorizan contenido que genere emociones intensas —sobre todo ira— porque la ira nos hace detenernos, comentar, responder y compartir. Cada una de esas acciones es rentable para las plataformas. La ira, en la economía digital, es oro. Y cuando la política entra a ese mercado, se convierte inevitablemente en espectáculo.

La consecuencia inmediata es la amplificación de la polarización. Los algoritmos nos muestran más de aquello que nos indigna, y cuanto más indignación consumimos, más indignación se nos ofrece. Se forman cámaras de eco, comunidades cerradas que refuerzan sus propias visiones y demonizan a quienes piensan distinto. La política deja de ser contienda de ideas y se convierte en una guerra moral. También aparece la desinformación: en un ambiente donde lo emocional pesa más que lo verificable, la verdad se vuelve secundaria. Lo importante no es lo cierto, sino lo viral. Y lo viral suele ser lo más incendiario.

Este panorama erosiona la deliberación pública. Cuando la conversación está dominada por provocaciones —cuando lo que se premia es el grito y no el argumento— los matices desaparecen. La ciudadanía se acostumbra al ruido constante, a la confrontación permanente, a la sensación de que el adversario político es un enemigo al que hay que derrotar, no un interlocutor con el que se debe convivir en democracia. Y esa lógica tiene consecuencias peligrosas: debilita la confianza en las instituciones, dificulta la construcción de consensos, acorta los puentes entre sectores y alimenta la percepción de que el país está permanentemente al borde del colapso.

Lo que vemos con Trump, con Milei y con Lara no son casos aislados; son síntomas de un cambio profundo: la política ya no se transmite solo por medios, ahora se produce como contenido, se edita como entretenimiento y se consume como polémica. Los líderes que entienden este ecosistema avanzan rápido. Los ciudadanos, atrapados entre algoritmos que exaltan la ira y actores que la usan como estrategia, se ven arrastrados a una emocionalidad constante que dificulta la reflexión.

La elección de rage bait como palabra del año es un llamado de atención. No es solo un concepto digital; es una advertencia sobre hacia dónde está yendo nuestra democracia si aceptamos que la política se reduzca a generar enojo para obtener clics. Dejar que la narrarquía del algoritmo domine la comunicación pública implica renunciar a la profundidad, al pensamiento crítico y al diálogo democrático. La pregunta urgente no es cómo regular estas dinámicas —aunque eso es necesario— sino cómo reconstruir una cultura política donde la visibilidad no dependa del escándalo, donde los liderazgos no se midan en likes y donde el futuro de un país no dependa de un video viral grabado en un automóvil.

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Licenciada en Ciencias de la Comunicación y MSc. en Marketing Político, es columnista especializada en temas de comunicación política y analista en este ámbito. Su experiencia incluye consultoría en transparencia electoral y participación como observadora internacional en procesos comiciales. Además, es socia de ACEIPOL, un espacio comprometido con la profesionalización de la política, desde donde impulsa estrategias innovadoras y análisis profundos sobre el panorama político contemporáneo.

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