
A pocas semanas del domingo 17 de agosto, Bolivia se enfrenta a uno de los procesos electorales más frágiles y tensos de su historia reciente. Aunque el calendario electoral está en marcha desde abril, cada etapa —desde la regulación y selección de candidaturas hasta la votación, el conteo y las posibles impugnaciones— está llena de obstáculos. Nadie puede asegurar que las elecciones se realizarán con normalidad. Y si se hacen, será en un ambiente atravesado por la violencia, la polarización y una desconfianza generalizada.
El Tribunal Supremo Electoral (TSE), pieza clave para garantizar la transparencia, no ha logrado generar seguridad ni mostrarse como un árbitro neutral. La convocatoria llegó tarde, los reglamentos son parciales o poco claros, y la falta de recursos para garantizar el voto en el exterior o la transmisión digital de resultados alimenta dudas legítimas. En vez de ejercer un liderazgo técnico, autónomo y firme, el TSE aparece debilitado, presionado por todos lados y atrapado en un entramado institucional que mina su credibilidad ante la ciudadanía.
La selección de candidaturas fue caótica: impugnaciones masivas, fracturas internas y denuncias de “siglas prestadas” marcaron el proceso. El caso más visible fue la exclusión de Evo Morales, que desató protestas, bloqueos y episodios de violencia. Al mismo tiempo, la oposición aparece dispersa, con más de una decena de precandidatos sin una propuesta clara ni una visión común. Esta fragmentación no solo alimenta el caos, también abre la puerta a una segunda vuelta cargada de litigios.
La campaña, lejos de ser un espacio para discutir el rumbo del país, se ha convertido en una guerra sucia. Predominan los ataques personales, el discurso de odio y la desinformación en redes. En lugar de ideas o planes de gobierno, lo que domina es el escándalo, el miedo y la confrontación. La falta de propuestas ha sido reemplazada por improvisación y marketing agresivo, lo que profundiza el desencanto de los votantes con una clase política percibida como lejana y sin rumbo.
Bolivia no es el mismo país desde 2019. Aquel estallido social dejó un vacío de poder, un gobierno transitorio y una seguidilla de crisis institucionales que desgarraron el tejido social. Las heridas siguen abiertas. La conflictividad, el racismo estructural, el regionalismo en auge y la politización de la justicia han erosionado la confianza en la democracia. A esto se suma una crisis económica en aumento: escasez de dólares, caída de reservas, falta de inversión pública, desempleo creciente y un subsidio a los combustibles cada vez más difícil de sostener. Todo esto golpea de lleno a la población, que siente que los partidos no entienden sus problemas.
Las instituciones están en su punto más débil. El sistema judicial carece de independencia, el Legislativo está paralizado por disputas internas y el Ejecutivo enfrenta a una oposición fragmentada pero combativa. En medio de este escenario, el TSE debería ser el último bastión de la democracia. Pero ese rol también está en duda, debido a errores de comunicación, falta de claridad normativa y una dirección que no logra recuperar la legitimidad del proceso.
Aunque el 17 de agosto es una fecha “inamovible”, las garantías técnicas y políticas son mínimas. El riesgo de enfrentamientos, fallos logísticos e impugnaciones es alto. La desconfianza es tal que un resultado ajustado, o fallas en la transmisión de datos, podrían desencadenar una crisis mayor.
Las campañas deberían servir para reconstruir el vínculo entre representantes y ciudadanía. Pero la mayoría de los actores políticos elige el camino fácil: insultos, victimismo y confrontación. No hay señales de madurez, ni interés en debatir ideas, ni voluntad de construir un futuro común. Predomina la lógica del enemigo, donde el otro no es un adversario con ideas distintas, sino alguien a destruir. Esa narrativa no solo empobrece la democracia, también la sabotea desde adentro.
A menos de dos meses del voto, la gran ausente es la certeza. No sabemos si el TSE podrá garantizar condiciones mínimas. No sabemos si las movilizaciones escalarán. No sabemos si los candidatos aceptarán los resultados. Y no sabemos si la ciudadanía —cada vez más harta— se sentirá representada por lo que verá en la papeleta.
El riesgo es claro: un sistema electoral deslegitimado y el peligro de que sectores autoritarios busquen imponer “orden” por la fuerza.
Frente a este panorama, se necesita una respuesta urgente. El TSE debe recuperar su voz, garantizar transparencia y proteger la jornada electoral. Los partidos deben dejar de lado los ataques y enfocarse en propuestas y responsabilidad. Y la ciudadanía debe exigir altura en el debate, participar activamente y no dejar que la violencia o el miedo marquen el futuro.
Lo que está en juego el 17 de agosto no es solo una elección. Es la posibilidad de recuperar la confianza en la democracia. Si fracasamos, el costo será altísimo: no solo en gobernabilidad, también en cohesión social, economía y paz. Todavía hay tiempo para cambiar el rumbo. Pero el reloj corre, y la incertidumbre no se va.
Licenciada en Ciencias de la Comunicación y MSc. en Marketing Político, es columnista especializada en temas de comunicación política y analista en este ámbito. Su experiencia incluye consultoría en transparencia electoral y participación como observadora internacional en procesos comiciales. Además, es socia de ACEIPOL, un espacio comprometido con la profesionalización de la política, desde donde impulsa estrategias innovadoras y análisis profundos sobre el panorama político contemporáneo.