En las dinámicas del poder, para el que tiene un martillo cualquiera es un clavo

Eje Global

A lo largo de la historia política, el anhelo de perpetuarse en el poder ha sido una constante entre líderes de distintas ideologías, culturas y épocas. Aunque los sistemas democráticos se diseñaron precisamente para evitar ese tipo de concentración y eternización, el impulso autoritario reaparece con inquietante frecuencia. Lo que varía son las formas, pero la lógica se mantiene: silenciar a los críticos, inventar enemigos y reducir la complejidad del arte de gobernar a una sola herramienta: el control.

Quien gobierna únicamente con un martillo —una herramienta de fuerza, imposición y rigidez— inevitablemente empieza a ver toda disidencia como amenaza, toda crítica como traición y toda crisis como una oportunidad para golpear más fuerte. Esta metáfora revela no solo una deformación del ejercicio del poder, sino una patología política que erosiona instituciones y socava la convivencia democrática.

El escepticismo de Aristóteles: ¿la democracia como forma degenerativa?

Aunque hoy tendemos a considerar la democracia como el ideal político por excelencia, no siempre fue vista así. Aristóteles, en su obra Política, clasificó las formas de gobierno no solo por su estructura, sino por su orientación moral. Para él, la democracia era una forma desviada del gobierno popular —una degeneración de la “politeia”, que era el gobierno justo de muchos orientado al bien común. En la visión aristotélica, cuando el gobierno de muchos se distorsiona hacia el interés propio o el dominio de la mayoría sobre las minorías, deja de ser legítimo. Lo que preocupa a Aristóteles no es el número de gobernantes, sino la intención: cuando el poder se usa para satisfacer ambiciones personales o de grupo, la estructura institucional pierde su valor moral.

Este enfoque es especialmente relevante hoy, cuando incluso gobiernos formalmente democráticos pueden caer en prácticas autoritarias bajo el ropaje de la legalidad. Así, no basta con tener elecciones; lo que importa es cómo se ejerce el poder entre ellas.

El primer síntoma: eliminar la crítica

Uno de los signos más claros del deterioro institucional es la intolerancia al disenso. En una democracia saludable, la crítica es un mecanismo de equilibrio; en un régimen autoritario, es vista como una amenaza que debe ser eliminada. Esta transformación convierte al debate público en una guerra contra los “enemigos internos”.

Históricamente, las consecuencias de esta lógica han sido devastadoras. Durante la Revolución Cultural en China (1966–1976), Mao Zedong desató una cacería ideológica que arrasó con todo vestigio de pluralismo intelectual. Estudiantes, obreros y campesinos fueron movilizados para perseguir a sus propios maestros y padres bajo el pretexto de purificar el pensamiento revolucionario. El resultado fue un país paralizado por el miedo, donde disentir equivalía a desaparecer.

Stalin en la Unión Soviética también perfeccionó este modelo. Las purgas de los años treinta no solo eliminaron a la oposición política, sino también a científicos, artistas y líderes militares. El régimen se blindó con una burocracia leal, no necesariamente competente, y el país pagó el precio con décadas de atraso tecnológico, represión y paranoia.

El poder que no admite crítica termina rodeado de aduladores, incapaz de corregirse, condenado a repetir errores. El liderazgo se convierte en un acto de exclusión, no de representación.

Narrativas para desviar la atención

El segundo mecanismo clásico del autoritarismo es la creación de un “enemigo externo” o interno al que se puede culpar por todos los males. Este enemigo no necesita ser real: basta con que sea verosímil, distinto, vulnerable o históricamente estigmatizado.

A lo largo de la historia, esta técnica ha sido usada con brutal eficacia. La Alemania nazi culpó a los judíos de la decadencia económica y moral del país; los tribunales de Salem en el siglo XVII convirtieron el miedo religioso en caza de brujas; y, más recientemente, algunos gobiernos contemporáneos responsabilizan a la prensa, a ONG, a inmigrantes o a potencias extranjeras por sus propias fallas.

Este enemigo útil cumple dos funciones: cohesiona a los leales y distrae a los críticos. La narrativa de conspiración permanente reemplaza a la rendición de cuentas. El líder se presenta como víctima de fuerzas oscuras que impiden el progreso, cuando en realidad es su propia incompetencia o autoritarismo lo que genera el estancamiento.

La incapacidad de gobernar con otros

Gobernar exige una caja de herramientas: negociación, empatía, planificación, diálogo, visión de largo plazo. Pero cuando el único recurso es el martillo del control, todo se trata como si fuera un clavo. Esto conduce inevitablemente al abuso de poder, la represión y el estancamiento institucional.

El Imperio romano tardío ofrece una lección aleccionadora: ante la presión interna y externa, los emperadores respondieron con más centralización, censura y militarización. En lugar de adaptarse, endurecieron el sistema. El resultado fue su colapso.

En la Rusia postsoviética, las reformas neoliberales fueron aplicadas con una ortodoxia ciega, sin sensibilidad a las realidades sociales. El resultado fue una crisis humanitaria masiva, desempleo estructural y la pérdida de confianza en la democracia. Un poder que solo impone se vuelve incapaz de escuchar, negociar o ceder. Reacciona ante cada desafío como si fuera una amenaza, no una oportunidad de mejora.

Todo lo que se fuerza, se rompe

La historia es clara con los líderes que se niegan a soltar el poder. Ya sea por la vía de los votos, las protestas o los colapsos institucionales, el final siempre llega. Y cuanto más se ha golpeado, más fracturada queda la sociedad. Augusto Pinochet en Chile, tras años de dictadura, se vio obligado a aceptar un plebiscito que marcó el inicio del fin de su régimen. No fue un acto de generosidad, sino una consecuencia del agotamiento social, del aislamiento internacional y del desgaste interno. Los regímenes comunistas del Este europeo cayeron uno a uno como fichas de dominó. A pesar de décadas de control ideológico, secretismo y censura, no pudieron resistir la presión de ciudadanos decididos a cambiar. La represión solo postergó lo inevitable. Perpetuarse en el poder mediante el miedo o la manipulación no es gobernar: es sostener un espejismo que, tarde o temprano, se disuelve.

El liderazgo como arte, no como martillo

Gobernar no es uniformar, es armonizar. Es entender que el disenso fortalece y que la crítica mejora. El verdadero liderazgo se mide por su capacidad de integrar voces, no de silenciarlas. La advertencia de Aristóteles permanece vigente: incluso las democracias pueden degenerar si se gobierna en función del poder y no del bien común.

El gobernante que solo usa el martillo, tarde o temprano termina golpeando incluso a quienes lo sostienen. Saber gobernar implica discernir qué herramienta usar en cada momento: cuándo escuchar, cuándo negociar, cuándo transformar.

Y sobre todo, implica entender que el poder no es un fin en sí mismo, sino una responsabilidad delegada que siempre debe tener fecha de vencimiento.

Natacha Díaz De Gouveia.
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Soy politóloga con mención en Relaciones Internacionales, egresada de la Universidad Central de Venezuela, y cuento con una trayectoria académica y profesional enfocada en el análisis político, social y empresarial. Mi formación se complementa con un Máster en Administración y Dirección de Empresas, así como una especialización en Coaching y Programación Neurolingüística, ambos cursados en la Escuela de Negocios Europea de Barcelona, España.
A lo largo de mi carrera, he tenido la oportunidad de desempeñarme como asesora política en campañas electorales, diseñando estrategias fundamentadas en un profundo análisis del entorno y las dinámicas sociopolíticas. Asimismo, he ocupado roles de liderazgo como coordinadora en empresas privadas, donde he desarrollado habilidades en planificación, gestión de proyectos y trabajo en equipo.
Mi compromiso con el trabajo social me ha llevado a liderar iniciativas en colaboración con organizaciones no gubernamentales, orientadas a promover el desarrollo de comunidades vulneradas indígenas, generando un impacto positivo en el tejido social.