México: se consumó el segundo Maximato

Eje Global

Con la llegada a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), México retornó cien años atrás, a la era caudillista (1920-34), periodo que se caracterizó por el hiperpresidencialismo autoritario, las elecciones de Estado, los enfrentamientos armados y la violencia política, las tensiones y los conflictos con Estados Unidos, entre otros rasgos. Esta etapa tuvo su momento culminante en el Maximato, cuando el expresidente Plutarco Elías Calles, en su calidad de “Jefe Máximo de la Revolución”, ejerció el poder tras el trono y controló los principales hilos políticos del país.

El primer Maximato tuvo un parto doloroso (el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, del que se culpó al propio Calles), y dio a luz al Partido Nacional Revolucionario, partido de Estado, antecedente del PRM-PRI. Calles puso y quitó presidentes, modificó la Constitución a placer (quitó otra vez la reelección presidencial, estableció la educación socialista), realizó fraudes electorales, fortaleció al sindicalismo oficial y corrupto (la CROM), y hasta incrustó a su hijo Rodolfo, primero como gobernador de Sonora y después como secretario de Comunicaciones en el gabinete de Lázaro Cárdenas. Sin embargo, el general michoacano no se dejó manipular, rompió con el “Jefe Máximo” y lo expulsó de México (1936).

Calles legó una cultura de servidumbre política desde el más alto nivel, y una concepción del Estado como botín, a disposición del presidente y de la clase política en el poder, y ambicionado por quienes buscaban vivir o beneficiarse de aquel.

Con Cárdenas se instauró el Estado de la Revolución Mexicana y un régimen político caracterizado por la presidencia imperial (Krauze) y el partido hegemónico, una dictadura perfecta (Vargas Llosa), con décadas de duración. Durante ese periodo se perpetuaron el paternalismo, el populismo y el servilismo político, y la polarización y la corrupción se convirtieron en el modus vivendi del sistema.

El proceso democratizador fue lento y tortuoso. Fue hasta los años noventa, a raíz de las reformas judicial de 1994 (amplia autonomía a la Suprema Corte) y la política de 1996 (autonomía y ciudadanización del INE), que se permitió la transición democrática, el sufragio efectivo (por primera vez desde tiempos de Madero), el contrapeso legislativo (cuando el PRI perdió la mayoría en 1997) y, en el 2000, la alternancia presidencial con el triunfo del panista Vicente Fox.

Empero, no puede haber democracia sin demócratas. Como en este espacio (Eje Global, febrero 2025) apuntamos: “el empuje democratizador se fue apagando… los partidos de la transición (PRI-PAN-PRD) solo se repartieron el pastel político, floreció la corrupción, la pobreza y la violencia, perpetuándose la crisis institucional. El desencanto con la democracia y sus instituciones creció, principalmente el encono contra la clase política y los partidos”. Opositores como AMLO —cuya carrera política fue una de las principales beneficiarias del Estado-botín— aprovecharon la crisis de la democracia para llegar al poder (2018).

Una vez en la primera magistratura, citamos otra vez nuestro texto, AMLO “se encargó de demoler la institucionalidad liberal-democrática con la instauración de un régimen caudillista, autoritario, centralista, estatista, paternalista, nepotista, entre otros rasgos”, incluyendo elecciones de Estado y una violencia con miles de muertos y desaparecidos, consecuencia en gran parte de la implantación de un narco-Estado.

La política del hombre fuerte implicó acabar con todos los contrapesos institucionales: además de la supeditación del Legislativo y de los poderes estatales, la desaparición y/o colonización de los organismos autónomos, se atacó al Poder Judicial, desacatando sus resoluciones. De nuevo nos citamos: “al finalizar su sexenio, mediante una contrarreforma constitucional, impuso la elección de jueces federales, incluyendo los ministros de la Corte, sepultando lo que quedaba del Estado de derecho e institucionalizando de facto la corrupción y la impunidad”. Con el pretexto de “limpiar al Poder Judicial”, el obradorato buscó demolerlo a través de la elección popular de sus integrantes, a fin de sustituirlos por incondicionales y, de este modo, concentrar todo el poder como en los viejos tiempos caudillistas.

El proyecto transexenal de AMLO requería preservar la presidencia (imponer a Claudia Sheinbaum), el control del Legislativo (por Morena y aliados), y consumar la contrarreforma judicial: la elección de ministros, magistrados y jueces federales morenistas, todos los cuales, empezando por la presidente, le deben el cargo, son manipulables y serviles a su liderazgo tras bambalinas. Conseguido el objetivo electoral, el caudillo también logró que sus incondicionales quedaran en posiciones estratégicas (incluyendo a su hijo “Andy”, quien fue impuesto como secretario de organización de Morena), seguir con la política estatista, el financiamiento de las obras faraónicas y los programas sociales clientelares. Aunque no pudo evitar, ante las presiones de Estados Unidos, el desescalamiento de los “abrazos y no balazos” hacia el narco.

Los comicios judiciales fueron una atropellada elección de Estado, un proceso viciado de origen, ilegítimo, dadas las ilegalidades y arbitrariedades llevadas a cabo por la propia Presidencia, el Congreso, el INE y el TRIFE, desde los cambios constitucionales impuestos (muchos de ellos atentatorios de la propia Carta Magna) hasta la elección de las candidaturas (con acordeón para asegurar el triunfo de los previamente escogidos) y la validación de los resultados (los votos válidos fueron menos del 10 % del padrón si se quitan los nulos). La OEA dictaminó que “la elección judicial en México no cubre los estándares internacionales que garanticen la independencia, la eficiencia, la imparcialidad y la transparencia del Poder Judicial”, y recomendó que no se debería replicar este modelo.

Sheinbaum se encargó de esta grotesca operación que permitió capturar políticamente al Poder Judicial de la Federación y, de este modo, garantizar la impunidad de las infinidad de tropelías cometidas en el gobierno pasado, y que los nuevos integrantes queden subordinados al oficialismo y a los poderes fácticos, incluidos grupos del crimen organizado. Se acabó con el último contrapeso político y el Estado de derecho, y “la nueva mafia del poder”, ya dueña de la justicia, queda libre para seguir ordeñando el Estado-botín (florecerá la corrupción como nunca), reprimir indiscriminadamente a sus críticos y opositores, etc.

Pero la presidente no fue la gran ganadora. Lo fue AMLO, quien además de consumar su venganza, posicionó a sus incondicionales, como Hugo Aguilar —quien presidirá la Suprema Corte— y Celia Maya, quien encabezará el Tribunal de Disciplina Judicial.

De este modo, quedó entronizado el Maximato, y la dictadura, porque el caudillo asegura el control del Judicial, además del Ejecutivo y el Legislativo, que ya están a su servicio, aunque siempre estará la posibilidad de la revocación de mandato, por si Sheinbaum intenta salirse del redil.

Enrique Villarreal
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Catedrático de la UNAM desde 1984. Doctor en Estudios latinoamericanos, experto en temas de historia de México y América Latina, de política internacional, socialdemocracia y populismo. Autor de 10 libros, entre los que se encuentran: Origenes y nacimiento de la autonomía universitaria en América Latina; Orígenes del pensamiento político en México y Pensamiento Político Socialdemócrata I. Ha sido Columnista del periódico Excélsior y de la revista Capital Político, entre otras. Fundador del Partido Socialdemócrata y Secretario de Ideología por ese partido.