¿Quién vigila a los vigilantes? El colapso moral del sistema de derechos humanos de la ONU ante el caso Irán

Eje Global

El 1 de julio de 2025, el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) concluyó su más reciente Evaluación Periódica Universal (UPR) sobre la situación de derechos humanos en Irán. El informe resultante, lejos de emitir una condena clara contra un régimen con un historial sistemático de represión, tortura y ejecuciones, terminó siendo una condonación tácita, una síntesis edulcorada que raya en la complicidad; una revisión que, en lugar de denunciar, parece encubrir.

Esta simulación de escrutinio internacional confirma lo que numerosos observadores ya denuncian desde hace años: que el sistema de derechos humanos de la ONU ha perdido completamente su credibilidad, es ineficaz y ha sido cooptado por los mismos regímenes que debería cuestionar.

La Revisión Periódica Universal (UPR), que en teoría es uno de los mecanismos más sólidos del sistema internacional para evaluar el respeto a los derechos humanos, fue descaradamente manipulada en el caso de Irán. Según un reciente informe de UN Watch, más de la mitad de las presentaciones ante el Consejo provinieron de ONG fachada —organizaciones creadas y financiadas por Teherán para proyectar una imagen de pluralidad cívica donde no existe tal cosa—. En dichas declaraciones se exaltó el “progreso” iraní en temas como igualdad de género, libertad de expresión y Estado de derecho, cuando la realidad del país es otra. Tan inverosímiles fueron las declaraciones de estas organizaciones, que al escucharlas uno tenía que recordarse que hablaban de Irán y no de Shangri-La.

El contraste entre la propaganda oficial y los hallazgos de expertos independientes es abrumador. En marzo de 2024, una misión de investigación respaldada por la propia ONU concluyó que el régimen iraní cometió crímenes de lesa humanidad durante la violenta represión de las protestas de 2022. Se documentaron asesinatos, tortura sistemática, violencia sexual utilizada como arma política y detenciones arbitrarias masivas, con una crueldad particular dirigida contra mujeres y niñas.

Lo anterior no fue un fenómeno aislado. En noviembre de 2023, el Comité de Derechos Humanos de la ONU documentó de manera contundente la falta de independencia judicial en Irán, la represión sistemática de la libertad de expresión y la disidencia, el uso desproporcionado de la tortura y la pena de muerte, la discriminación estructural contra mujeres y minorías, y la criminalización de periodistas, defensores de derechos humanos y opositores. Pero, pese a la gravedad de estas conclusiones, no hubo consecuencias: Irán rechazó de plano todas las recomendaciones esenciales —como abolir la pena capital, ratificar la Convención contra la Tortura, permitir visitas de relatores especiales o liberar prisioneros de conciencia—, con total impunidad.

Quizá el mayor símbolo de decadencia y disonancia institucional se dio cuando, en 2023, Irán fue elegido como relator del Comité de Derechos Humanos de la ONU. Un régimen que encabeza rankings globales en ejecuciones, represión y encarcelamiento de periodistas, activistas y opositores, presidió una de las máximas autoridades encargadas de la promoción de los derechos fundamentales. El hecho no fue una anomalía, sino parte de una práctica recurrente en la cual los Estados miembros más autoritarios son premiados con posiciones de liderazgo. De esta manera, el sistema legitima y empodera políticamente desde dentro a los máximos violadores de derechos humanos.

Estas no son más que algunas muestras de cómo la ONU ha perdido su autoridad moral, a medida que los espacios clave de su arquitectura institucional son ocupados por gobiernos violadores sistemáticos de derechos humanos. Cuba, Venezuela, Rusia, China e Irán —todos miembros o excandidatos recientes al Consejo de Derechos Humanos— han instrumentalizado sus asientos para protegerse entre sí, comprando silencios, intercambiando favores y asegurando espacios de poder. Votan en bloque para frenar mandatos de investigación y vaciar de contenido cualquier resolución significativa que pudiera tener efectos reales.

La inclusión de estas dictaduras en el órgano encargado de velar por los derechos humanos es un oxímoron que ya no puede sostenerse bajo la narrativa del pluralismo. Lejos de servir como foro de escrutinio multilateral, el Consejo se ha convertido en una caja de resonancia para regímenes que buscan lavarse la cara frente a la comunidad internacional, mientras reprimen con ferocidad dentro de sus fronteras.

El caso iraní es emblemático. En 2024, el régimen llevó a cabo al menos 975 ejecuciones, la cifra más alta en casi una década, según la ONU y organizaciones independientes. En 2025, la tendencia no se ha frenado: hasta junio se contabilizan más de 800 ejecuciones, con un pico alarmante en mayo, marcado por campañas de represión masiva y juicios sumarios, especialmente tras las tensiones con Israel y Estados Unidos. Aun así, su gobierno fue invitado a dirigirse al Consejo en una sesión previa a las negociaciones nucleares de 2025, lo que provocó la indignación pública de un gran número de naciones democráticas y otros actores que acusaron a la organización de socavar su propia credibilidad.

La designación de figuras profundamente controvertidas en cargos clave de derechos humanos no hace más que reforzar esa percepción de deterioro. Un caso paradigmático es el de Francesca Albanese, nombrada relatora especial sobre los derechos humanos en Gaza, quien se ha convertido en símbolo de esta descomposición institucional. En julio de 2025, fue sancionada por Estados Unidos bajo acusaciones graves: antisemitismo, apoyo al terrorismo y recepción de fondos ilegales por parte de fundaciones que influían directamente en sus informes y minaban su neutralidad. Se le congelaron activos y se le revocó la visa estadounidense.

Lejos de investigar o abrir un debate serio sobre la idoneidad de su cargo, la ONU reaccionó exigiendo la revocación de las sanciones y defendiendo automáticamente su independencia, sin considerar el daño reputacional que esa postura acrítica provoca en todo el sistema.

La reacción fue unánime: gobiernos democráticos —entre otros, Francia, Alemania, Canadá y Estados Unidos— condenaron su nombramiento o renovación, citando violaciones graves del código de conducta, declaraciones antisemitas y sesgos sistemáticos. Numerosos parlamentarios europeos y organismos exigieron su destitución. A pesar de estas advertencias, el Comité Coordinador de Procedimientos Especiales de la ONU exoneró a Albanese internamente, sin investigación pública, reforzando la percepción de proteccionismo y falta de rendición de cuentas.

Pero quizá el síntoma más alarmante del deterioro del sistema es su creciente politización. Mientras dictaduras consolidadas son absueltas o incluso celebradas en estos foros, democracias imperfectas —pero funcionales— son constantemente objeto de ataques desproporcionados. El caso de Israel es el más evidente: es el único país con un punto permanente en la agenda del Consejo (el punto 7), lo que implica que sus acciones son debatidas automáticamente en cada sesión, al margen de la coyuntura internacional. Ningún otro Estado, ni siquiera aquellos con historiales de represión masiva o genocidio, recibe ese trato. La desproporcionalidad es tan flagrante que incluso países occidentales que votan habitualmente en contra de las políticas israelíes han criticado el sesgo institucional.

Estados Unidos, Canadá, Reino Unido y varios países de Europa han sido también blanco de resoluciones motivadas más por agendas ideológicas o geopolíticas que por hechos verificables. En ocasiones, se ha llegado a ignorar las propias garantías institucionales que diferencian a estos sistemas democráticos de las autocracias. Así, el sistema pierde su legitimidad no solo por omisión frente a los abusos de regímenes autoritarios, sino por su uso como herramienta de presión selectiva contra quienes, con todos sus defectos, aún mantienen separación de poderes, libertad de prensa y mecanismos de rendición de cuentas.

Resulta urgente preguntarse: ¿qué valor tiene un sistema de derechos humanos que no puede distinguir entre las víctimas y sus verdugos? ¿De qué sirve una evaluación periódica universal cuando es utilizada como plataforma para validar regímenes represivos y atacar a democracias liberales? ¿Qué legitimidad le queda a una institución que permite que sus mecanismos sean capturados por los intereses de quienes deberían estar en el banquillo de los acusados?

El andamiaje multilateral de derechos humanos está completamente resquebrajado y atraviesa su peor crisis de legitimidad. La reciente evaluación de Irán lo confirma. No solo constituye una traición moral y una afrenta directa a las víctimas del régimen iraní, sino una muestra de la distorsión profunda del propósito mismo de la ONU.

En lugar de ser garante de justicia, el sistema ha terminado facilitando la impunidad. Al ceder ante intereses políticos y financieros, se corrompe la arquitectura multilateral y se vacía de contenido al derecho internacional, que deja de ser un medio para proteger a las víctimas y se convierte en un mecanismo al servicio del poder.

Eje Global
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Licenciada en Derecho por la Universidad Iberoamericana, especialista en Gestión de Proyectos por la Universidad de Georgetown y Maestra en Derecho por la Universidad de Harvard, donde fue becaria de mérito e Investigadora Invitada. Es fundadora de la firma de gestión de proyectos internacionales y comunicación estratégica Synergies Creator. En el ámbito mediático, ha sido creadora de contenidos, presentadora y analista de política internacional en medios nacionales e internacionales, participando recientemente en Univisión Chicago durante las elecciones presidenciales de EE.UU. en 2024. Ha recibido reconocimientos nacionales como el Premio al Mérito de la Mujer Mexicana 2025 (ANHG-UNAM), además de distinciones de la Academia Nacional de Perspectiva de Género y de la Legión de Honor Nacional de México. Representó al sector privado en reuniones del G20 (India, 2023) y fue seleccionada por el Grupo Santander como una de 50 mujeres de altos mandos para integrarse al Programa de Liderazgo SW50 con pasantía en la London School of Economics (2024). Es Asesora Senior del Global Policy Institute en Washington, D.C.; miembro de la Legión de Honor Mexicana, Miembro de Número de la Academia Nacional de Historia y Geografía, y Dama Distinguida de la Ilustrísima Orden de San Patricio. Es políglota, conferencista y autora de varias publicaciones.