“La libertad y la constitución no saben qué hacer con los incautos, con los temerosos, con los que solo piensan en su propia y tibia seguridad. Y los incautos y los temerosos, a su vez, no saben qué hacer con la libertad ni con la constitución”
Gustavo Zagrebelsky
El 31 de diciembre de 1994 fue publicada en el Diario Oficial de la Federación una reforma a la Constitución que representaría un paso decisivo en dirección a la construcción de un constitucionalismo democrático en México. La reforma implicaba una reconstrucción de la rama judicial del gobierno para dotarle, por primera vez en al menos un siglo, de auténticas atribuciones de poder público. Me refiero, por supuesto, a las facultades de control judicial de los actos y decisiones de los poderes públicos para ajustarlos a los cauces constitucionales.
Hasta entonces, con la única salvedad del juicio de amparo, la rama judicial operaba prácticamente como árbitro de contiendas privadas. No obstante, el amparo, conocido entonces comúnmente como juicio de garantías, si bien gozaba de cierto prestigio y relevancia como instrumento de defensa de derechos individuales vulnerados, tenía grandes limitaciones como técnica de control constitucional y de derechos humanos. Al final, los efectos de las sentencias de amparo se limitaban a proteger al individuo que solicitaba la protección de sus garantías expresamente previstas en los primeros veintinueve artículos constitucionales.
La restauración del orden constitucional quedaba fuera de los alcances de la justicia de amparo cuando los actos inconstitucionales o violatorios de derechos tenían alcances generales o no incidían sobre el capítulo de garantías individuales (los primeros veintinueve artículos) de la Constitución. Si bien es cierto que el juicio de amparo era un instrumento relativamente eficaz para la protección de ciertos derechos individuales, la realidad es que distaba mucho de ser un medio efectivo de control de la constitucionalidad o de protección derechos fundamentales en general.
Al ser el juicio de amparo el único instrumento al alcance de la rama judicial para analizar cuestiones de constitucionalidad, ni la judicatura tenía atribuciones propias de los tribunales constitucionales ni la Constitución tenía un genuino carácter normativo. Ciertamente que la Constitución es, para decirlo en palabras de Zagrebelsky, “el más político de todos los documentos”; sin embargo, lo propio de un estado de derecho y, particularmente, de un estado constitucional de derecho, es que la Constitución esté dotada de un carácter fundamentalmente normativo, de manera que su contenido no se limite a la categoría de declaración de principios políticos, sino que efectivamente impere sobre los poderes públicos. Ello supone necesariamente al menos dos elementos: medios eficaces de control constitucional y tribunales independientes encargados de aplicarlos.
La reforma de 1994 ciertamente iba dirigida a dotar al judicial de atribuciones propias de poder público, a garantizarle su autonomía presupuestal y operativa, a desarrollar medios efectivos y eficaces de control constitucional de los actos y decisiones de los demás poderes, a desarrollar la carrera judicial para establecer un acceso a la judicatura basado en el mérito, y a generar un sistema de garantías a la independencia judicial. Para ello se redujo la integración de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de 26 ministros a 11, mismo número que habían establecido las constituciones del siglo XIX. Los ministros en funciones hasta ese momento fueron jubilados, con un par de excepciones que fueron incorporados a la nueva corte.
Por otra parte, la administración, disciplina y gestión de la carrera judicial fueron asignadas a un nuevo órgano especializado: el Consejo de la Judicatura Federal. Además, se modificaron las reglas de nombramiento de los ministros, quienes ejercerían el cargo por quince años, al término de los cuales serían jubilados. De capital importancia resultó la creación de dos medios de control constitucional: las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad de leyes.
De esta manera, la rama judicial finalmente adquirió la categoría de auténtico poder público y la Suprema Corte la de tribunal constitucionalidad. A partir de ese momento, la Corte se vio posibilitada para restaurar con efectos constitucionales el orden constitucional, para invalidar actos y decisiones de los demás poderes que vulneraran cualquier norma constitucional. Con ello, la Constitución adquirió el carácter normativo propio de los estados constitucionales.
Con el paso del tiempo, la Corte fue desarrollando de manera paulatina sus propias facultades y las de la totalidad del Poder Judicial Federal. Así, el control constitucional se expandió a la tutela de las normas derivadas de las convenciones internacionales, las sentencias de amparo alcanzaron efectos generales y el juicio de garantías o de amparo pasó a ser un efectivo instrumento protector de derechos fundamentales. Lo anterior, entre otros avances de capital relevancia.
Sin embargo, la revancha del poder político frente a los medios que lo ceñían al derecho no tardaría en llegar. Nuevamente sigo a Zagrebelsky en Tiempos Difíciles para la Constitución, a la “constitución del constitucionalismo” sigue el retorno a la “constitución sin constitucionalismo” reducida al estatus de “instrumento a disposición del partido o del déspota en turno, que la impone y modifica cuando lo precisa, para gobernar sin límites de poder y duración”. En la tarea de vaciar a la constitución de su carácter normativo y de privar nuevamente al judicial de su estatus de poder público, al régimen político actual no le hicieron falta, por supuesto, ni los incautos, ni los temerosos ni, por qué no decirlo, los francamente venales, que desde los más altos niveles de la propia judicatura se prestaron como arietes para facilitarla y validarla.
Ante una serie de reveses judiciales sufridos por diversos actos ejecutivos y legislativos, el 15 de diciembre de 2024 fue publicada en el Diario Oficial de la Federación una contrarreforma constitucional al poder judicial surgida no del consenso democrático, sino de la imposición unilateral de la facción gobernante. Esta fue potenciada previamente por la asignación de una mayoría parlamentaria construida artificialmente en contra de una serie de disposiciones constitucionales tendentes a preservar el pluralismo democrático en el proceso de reformas a la constitución y a impedir el absolutismo hegemónico de una sola visión política. La construcción de esa hegemonía parlamentaria se realizó mediante la concesión por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación de una escandalosa sobrerrepresentación en favor de la facción gobernante.
La reforma implicó la destitución no solo de los ministros de la Suprema Corte, sino de todos los jueces y magistrados del Poder Judicial Federal. Igualmente, la eliminación de la carrera judicial basada en el mérito para sustituirla por un método de elección popular de todos los jueces, magistrados y ministros, precedida de un control político en la nominación de los aspirantes a los cargos. Asimismo, frente a la independencia judicial, supuso la creación de un Tribunal de Disciplina dotado de facultades para castigar por el ejercicio de sus atribuciones a los juzgadores incómodos al poder político. Adicionalmente, la sustancial limitación de las facultades de interpretación jurídica y de los alcances de las decisiones de judiciales. La dirección de la reforma es evidente: desmantelar la división de poderes y minar la independencia judicial para atrincherar al poder público frente a las resoluciones judiciales, controlando políticamente el nombramiento de los juzgadores y el ejercicio mismo de la jurisdicción.
Abogado especialista en Derecho Constitucional, Administrativo y Energético. Máster en Argumentación Jurídica por la Universidad de Alicante. Ex magistrado regional del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación de México y ex Abogado General de la Comisión Federal de Electricidad.