
El 1 de junio de 2025 marcará un precedente inédito en la historia democrática de México: por primera vez, los ciudadanos podrán elegir de manera directa a jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial. Más de 800 cargos estarán en disputa, entre ellos los asientos más altos de la Suprema Corte. Sin embargo, lejos de generar entusiasmo cívico, este proceso ha estado envuelto en desinterés, confusión y una notable apatía ciudadana. Las encuestas lo reflejan con claridad, pero también lo insinúa el silencio generalizado en las calles, en los medios y en las conversaciones públicas.
Según la encuesta más reciente de Mitofsky para El Economista, el 86.4 % de los mexicanos no conoce el proceso para elegir a los miembros del Poder Judicial. Aún más grave: apenas el 12 % de los encuestados logra identificar al menos a un candidato. La desconexión no es anecdótica, sino estructural. ¿Cómo esperar participación ciudadana en una elección de esta magnitud si ni siquiera existe claridad sobre quiénes son los contendientes ni qué funciones ejercerán? El problema, sin embargo, va más allá del desconocimiento. Es sistémico.
La reforma judicial que dio origen a este proceso fue aprobada en 2024 bajo una narrativa de “democratización del Poder Judicial”. La idea parecía atractiva: acercar a los jueces al voto popular y al escrutinio ciudadano. Pero la implementación fue apresurada, técnicamente frágil y políticamente forzada. El resultado ha sido una elección judicial compleja, sin pedagogía previa, organizada en condiciones precarias por parte de un Instituto Nacional Electoral que no fue dotado ni de los recursos humanos ni del margen de maniobra necesarios para socializar el cambio.
Las campañas arrancaron el 30 de marzo y concluirán el 28 de mayo. Son campañas invisibles. El INE impuso restricciones severas: sin financiamiento público ni privado, sin apoyo partidista, sin anuncios en medios y sin encuestas los últimos tres días. Más de 3,400 candidatos —sí, más de tres mil— deben competir sin herramientas reales para hacerse visibles. Su única vía ha sido lo digital, pero el 30 % de la población en México no tiene acceso regular a internet. En la práctica, la contienda es una carrera de sombras.
Algunos aspirantes hacen lo que pueden: circulan videos caseros, mensajes por WhatsApp, pequeños eventos de barrio. Pero sin financiamiento, sin estructuras y con reglas que limitan incluso los materiales impresos, las campañas se diluyen en el ruido. A eso se suma que la mayoría de ellas han sido mediocres, poco profesionales, carentes de estrategia narrativa o visual. Improvisadas, repetitivas y desconectadas de las preocupaciones ciudadanas, muchas campañas parecen ejercicios amateurs más que propuestas de peso. Un post viral lo resumió con ironía: “#desinformación, #campañas sin recursos, #apatía ciudadana, sin apoyo, sin financiamiento público y en un entorno plagado de #violencia y #desinterés”.
La falta de visibilidad también tiene consecuencias en la percepción del proceso. Para muchos ciudadanos, las campañas se ven improvisadas, los candidatos desconocidos, y la elección parece un trámite institucional más que un ejercicio democrático real. La herramienta “Sistema Conóceles”, creada por el INE para consultar perfiles, ha sido una iniciativa positiva pero insuficiente. Sin difusión efectiva y sin espacios de exposición diferenciados, el micrositio se convierte en una vitrina técnica sin impacto real.
Además, el contexto no ayuda. México arrastra un clima de violencia electoral que ya no sorprende. Tras el asesinato de cinco personas durante el proceso de 2024, más de 75 aspirantes solicitaron medidas de protección. La analista Lorena Becerra señaló en CNN Español que el miedo inhibe la participación. Pero más allá del miedo físico, hay un miedo más profundo: el miedo a que el sistema no cambie nada, aunque cambien los nombres. La desconfianza institucional pesa más que cualquier boleta.
Desde la perspectiva del comportamiento electoral, lo que estamos observando es una combinación de abstencionismo estructural y abstencionismo racional. El primero responde a la desconexión histórica de amplios sectores de la población con la política formal. El segundo obedece a un cálculo costo-beneficio: si no conozco a los candidatos, si no entiendo el proceso, si no veo consecuencias concretas de mi voto, ¿para qué participar?
Un estudio de Scielo México lo confirma: los abstencionistas ocasionales —aquellos que deciden si votar o no según la coyuntura— son especialmente sensibles a la calidad de las campañas, la claridad del proceso y la relevancia percibida. En este caso, todo juega en contra. La percepción de que se trata de una “elección técnica” empaquetada a la fuerza como ejercicio popular ha debilitado cualquier posibilidad de adhesión ciudadana.
Las proyecciones no son alentadoras. Aunque aún no hay cifras definitivas sobre participación proyectada, es probable que la elección judicial registre niveles de abstención muy superiores a lo observado en los comicios de 2024. El INE ha intentado contrarrestar esta tendencia con campañas institucionales de promoción, pero el tiempo, los recursos y las condiciones políticas no están de su lado.
La paradoja es que se trata de una elección histórica —por su escala, por sus implicaciones, por su diseño inédito— y sin embargo, está transcurriendo con una invisibilidad desconcertante. La democracia se refuerza con participación, pero también con confianza y con información. Nada de eso está garantizado aquí. Lo que parece consolidarse, más bien, es un vacío: el de una ciudadanía a la que nadie le explicó por qué esta elección importa.
En este contexto, el 1 de junio no será solo una jornada electoral. Será también un termómetro de legitimidad para una reforma judicial que prometió abrir el poder a la gente, pero que podría naufragar entre la apatía, la confusión y el desencanto.
Consultor y analista data-driven. Egresado de la licenciatura en Ciencias Políticas por la Universidad de Los Andes (Venezuela), del Máster en Gestión Pública de la Universidad Complutense de Madrid (España) y de la Maestría en Política y Gestión Pública del ITESO (México). Fue Director Editorial de la revista Capital Político. Actualmente es Director General de la agencia Politics & Government Consulting y CEO de la revista Eje Global en la ciudad de Miami, Estados Unidos de América.